Con
los días, la recuperación de PETER es alucinante. Tiene una fortaleza de hierro
y, tras las revisiones pertinentes, sus médicos le dan el alta. Ambos estamos
felices y retomamos nuestras vidas.
Una
mañana, cuando se va a trabajar, le pido a PETER que me lleve a la casa de su
madre. Mi objetivo es ver el estado de la moto de Hannah. A él no le digo nada,
o sé que me la va a montar. Cuando PETER se marcha, su madre y yo vamos al
garaje. Y tras retirar varias cajas y ponernos de polvo hasta las cejas,
aparece la moto. Es una Suzuki amarilla RMZ de 250.
Sonia
se emociona, coge un casco amarillo y me dice:
—Tesoro,
espero que te diviertas con ella tanto como mi Hannah se divirtió.
La
abrazo y asiento. Calmo su angustia, y cuando se marcha y me deja sola en el
garaje, sonrío. Como era de esperar, la moto no arranca. La batería, tras tanto
tiempo sin ser utilizada, ha muerto. Dos días más tarde aparezco por la casa
con una batería nueva. Se la pongo, y la moto arranca al instante. Encantada
por estar sobre una moto, me despido de Sonia y me encamino hacia mi nueva
casa. Disfruto del pilotaje y tengo ganas de gritar de felicidad. Cuando llego,
Simona y Norbert me miran, y este último me avisa:
—Señorita,
creo que al señor no le va a gustar.
Me
bajo de la moto y, quitándome el casco amarillo, respondo:
—Lo
sé. Con eso ya cuento.
Cuando
Norbert se marcha refunfuñando, Simona se acerca a mí y cuchichea:
—Hoy,
en «Locura esmeralda», Luis Alfredo Quiñones ha descubierto que el bebé de
Esmeralda Mendoza es suyo y no de Carlos Alfonso. Ha visto en su nalguita
izquierda la misma marca de nacimiento que tiene él.
—¡Oh,
Dios, y me lo he perdido! —protesto, llevándome la mano al corazón.
Simona
niega con la cabeza. Sonríe y me confiesa, haciéndome reír:
—Lo
he grabado.
Aplaudo,
le doy un beso, y corremos juntas al salón para verlo.
Tras
ver la horterada de telenovela que me tiene enganchada, regreso al garaje.
Quiero hacerle una puesta a punto a la moto antes de usarla con regularidad y
acompañar a Jurgen y sus amigos por los caminos de tierra a los que ellos van.
Lo primero que he de hacer es cambiarle el aceite. Norbert, a regañadientes, va
a comprarme aceite para la moto. Una vez que lo trae me posiciono en un
recoveco del garaje de difícil acceso y comienzo a hacerle una estupenda puesta
a punto tal como me enseñó mi padre.
Tras
la visita a Müller y la operación de PETER, decido que de momento no quiero
trabajar. Ahora puedo elegir. Quiero disfrutar de esa sensación de plenitud sin
prisas,
problemas
y cuchicheos empresariales. Demasiada gente desconocida dispuesta a machacarme
por ser la extranjera novia del jefazo. No, ¡me niego! Prefiero pasear con Susto,
ver «Locura esmeralda», bañarme en la maravillosa piscina cubierta o irme con
Jurgen, el primo de PETER, a correr con la moto. Ésta es una maravilla y tira
que da gusto. PETER no sabe nada. Se lo oculto, y Jurgen me guarda el secreto.
De momento, mejor que no se entere.
Un
miércoles por la mañana me voy con Marta y Sonia al campo, donde siguen el
curso de paracaidismo. Entusiasmada veo cómo el instructor les indica lo que
tienen que hacer cuando estén en el aire. Me animan a que participe, pero
prefiero mirar. Aunque tirarse en paracaídas tiene que ser una chulada, cuando
lo veo tan cercano me acojona. Van a hacer su primer salto libre, y están
nerviosas. ¡Yo, histérica! Hasta el momento siempre lo han hecho enganchadas a
un monitor, pero esta vez es diferente.
Pienso
en PETER, en lo que diría si supiera esto. Me siento fatal. No quiero ni
imaginar que pueda salir algo mal. Sonia parece leerme el pensamiento y se
acerca a mí.
—Tranquila,
tesoro. Todo va a salir bien. ¡Positividad!
Intento
sonreír, pero tengo la cara congelada por el frío y los nervios.
Antes
de subir a la avioneta, ambas me besan.
—Gracias
por guardarnos el secreto —dice Marta.
Cuando
se montan en la avioneta les digo adiós con la mano. Nerviosa, observo cómo el
avión coge altura y desaparece casi de mi vista. Un monitor se ha quedado
conmigo y me explica cientos de cosas.
—Mira...,
ya están en el aire.
Con
el corazón en la boca, veo caer unos puntitos. Angustiada, compruebo cómo los
puntitos se acercan..., se acercan..., y, cuando estoy a punto de gritar, los
paracaídas se abren y aplaudo al punto del infarto. Minutos después, cuando
toman tierra, Sonia y Marta están pletóricas. Gritan, saltan y se abrazan. ¡Lo
han conseguido!
Yo
aplaudo de nuevo, pero sinceramente no sé si lo hago porque lo han logrado o
porque no les ha pasado nada. Sólo con pensar en lo que PETER diría, se me
abren las carnes. Cuando me ven, corren hacia mí y me abrazan. Como tres niñas
chicas, saltamos emocionadas.
Por
la noche, cuando PETER me pregunta dónde he estado con su madre y su hermana,
miento. Me invento que hemos estado en un spa dándonos unos masajes de
chocolate y coco. PETER sonríe. Disfruta con lo que me invento, y yo me siento
mal. Muy mal. No me gusta mentir, pero Sonia y Marta me lo han hecho prometer.
No las puedo defraudar.
Una
mañana, EUGE me llama por teléfono y una hora después llega a casa acompañada
por el pequeño Glen. ¡Qué rico está el mocosete! Charlamos durante horas, y me
confiesa que es una acérrima seguidora de «Locura esmeralda». Eso me hace reír.
¡Qué fuerte! No soy la única joven de mi edad que la ve. Al final, Simona va a
tener razón en cuanto a que esa telenovela mexicana está siendo un fenómeno de
masas en Alemania. Tras varias confidencias, le enseño la moto y a Susto.
—LALI,
¿te gusta enfadar a PETER?
—No
—respondo, divertida—. Pero tiene que aceptar las cosas que a mí me gustan
igual que yo acepto las que le gustan a él, ¿no crees?
—Sí.
—Odio
las pistolas, y yo acepto que él haga tiro olímpico —insisto para justificarme.
—Sí,
pero lo de la moto no le va a hacer ninguna gracia. Además, era de Hannah
y...
—Sea
la moto de Hannah o de Pepito Grillo se va a enfadar igual. Lo sé y lo asumo.
Ya encontraré el mejor momento para contárselo. Estoy segura de que, con tiento
y delicadeza por mi parte, lo entenderá.
EUGE
sonríe y, mirando a Susto, que nos observa, comenta:
—Más
feo el pobrecito no puede ser, pero tiene unos ojitos muy lindos.
Embobada,
me río y le doy un beso en la cabeza al animal.
—Es
precioso. Guapísimo —afirmo.
—Pero
LALI, esta clase de perro no es muy bonita. Si quieres un perro, yo tengo un
amigo que tiene un criadero de razas preciosas.
—Pero
yo no quiero un perro para lucirlo, EUGE. Yo quiero un perro para quererlo, y Susto
es cariñoso y muy bueno.
—¿Susto?
—repite, riendo—. ¿Lo has llamado Susto?
—La
primera vez que lo vi me dio un susto tremendo —le aclaro animadamente.
EUGE
comprende. Repite el nombre, y el animal da un salto en el aire mientras el
pequeño Glen sonríe. Tras pasar varias horas juntas, cuando se marcha promete
llamarme para vernos otro día.
Por
la tarde telefoneo a mi hermana. Llevo tiempo sin hablar con ella y necesito
oír su voz.
—Cuchu,
¿qué te ocurre? —pregunta, alertada.
—Nada.
—¡Oh,
sí!, algo te ocurre. Tú nunca me llamas —insiste.
Eso
me hace reír. Tiene razón, pero, dispuesta a disfrutar del parloteo de mi loca
CANDE, contesto:
—Lo
sé. Pero ahora que estoy lejos te echo mucho de menos.
—¡Aisss,
mi cuchufletaaaaaaaaaaaaaa...! —exclama, emocionada.
Hablamos
durante un buen rato. Me pone al día en relación con su embarazo, sus vómitos y
sus náuseas, y por extraño que parezca no me habla de sus problemas maritales.
Eso me sorprende. Yo no saco el tema. Eso es buena señal.
Cuando
cuelgo tras una hora de conversación, sonrío. Me pongo el abrigo y voy al
garaje. Susto, a mi silbido, sale de su escondrijo y, encantada, me voy
a dar un paseo con él.
Dos
días después, una mañana, cuando Flyn y PETER se van al colegio y al trabajo
respectivamente, comienzo la remodelación del salón. Pasamos mucho tiempo en él
y necesito darle otro aire. Yo misma me encargo de hacer los cambios. Norbert
se horroriza por verme encima de la escalera. Dice que si el señor me viera me
regañaría. Pero yo estoy acostumbrada a esas cosas, y descuelgo y cuelgo
cortinas encantada de la vida. Sustituyo los cojines de cuero oscuro por los
míos color pistacho, y el sillón ahora parece moderno y actual, y no soso y
aburrido.
Sobre
la bonita mesa redonda coloco un jarrón de cristal verde y con unas
maravillosas calas rojas. Quito las figuras oscuras que PETER tiene sobre la
chimenea y coloco varios marcos con fotografías. Son tanto de mi familia como
de la de PETER, y me enternezco al ver a mi sobrina Luz sonreír.
¡Qué
linda es! Y cuánto la echo en falta.
Sustituyo
varios cuadros, a cuál más feo, y pongo los que yo he comprado. En un lateral
del salón, cuelgo un trío de cuadros de unos tulipanes verdes. ¡Queda monísimo!
Por
la tarde, cuando Flyn regresa del colegio y entra en el salón, su gesto se
contrae. La estancia ha cambiado mucho. Ha pasado de ser un lugar sobrio a uno
colorido y lleno de
vida.
Le horroriza, pero me da igual. Sé que cualquier cosa que haga no le gustará.
Cuando
PETER llega por la tarde la impresión de lo que ve le deja mudo. Su sobrio y
oscuro salón ha desaparecido para dejar paso a una estancia llena de alegría y
luz. Le gusta. Su cara y su gesto me lo dicen y, cuando me besa, yo sonrío ante
la cara de disgusto del pequeño.
Al
día siguiente PETER decide llevar a Flyn al colegio. Por norma, siempre lo hace
Norbert y el niño acepta contento. Los acompaño en el coche. No sé dónde está
pero estoy deseosa de dar un paseo por mi cuenta por la ciudad.
A
PETER no le hace gracia que yo ande por Múnich sola, pero mi cabezonería puede
con la suya y al final accede. En el camino recogemos a dos niños, Robert y
Timothy. Son charlatanes y me miran con curiosidad. Yo me percato de que ambos
llevan un skate de colores en las manos, justo el juguete que PETER
prohíbe a Flyn. Cuando llegamos al colegio, para el coche, los críos abren la
puerta y se bajan. Flyn lo hace el último. Después, cierra la puerta.
—¡Vaya!,
no me ha dado un besito —me mofo.
PETER
sonríe.
—Dale
más tiempo.
Suspiro,
volteo los ojos y me río.
—¿Tú
me das un besito? —pregunto cuando voy a bajarme del coche.
Sonriendo,
PETER me atrae hacia él.
—Todos
los que tú quieras, pequeña.
Me
besa y yo disfruto de su posesivo beso mientras dura.
—¿Estás
segura de que sabes regresar tú sola hasta la casa?
Divertida,
asiento. No tengo ni idea, pero sé la dirección y estoy segura de que no me
perderé. Le guiño un ojo.
—Por
supuesto. No te preocupes.
No
está muy convencido de dejarme aquí.
—Llevas
el móvil, ¿verdad?
Lo
saco de mi bolsillo.
—A
tope de carga, por si tengo que pedir ¡auxilio! —respondo con guasa.
Al
final, mi loco amor sonríe, le doy un beso y me bajo del vehículo. Cierro la
puerta, arranca y se va. Sé que me mira por el espejo retrovisor y con la mano
digo adiós como una tonta. ¡Madre mía, qué enamoradita estoy!
Cuando
el coche tuerce hacia la izquierda y lo pierdo de vista miro hacia el colegio.
Hay varios grupos de niños en la entrada y, desde mi posición, observo que Flyn
se queda parado en un lateral. Está solo. ¿Dónde están Robert y Timothy? Me
quedo parada tras un árbol y observo que con disimulo mira hacia una guapa niña
rubia, y me emociono.
¡Aisss,
mi pitufo enfadica tiene corazoncito!
Se
apoya en la verja del colegio y no le quita la mirada de encima mientras ella
juega y habla con otros niños. Sonrío.
Suena
un timbre y los críos comienzan a entrar. Flyn no se mueve. Espera a que la
niña y sus amigas entren en el colegio, y luego lo hace él. Con curiosidad lo
sigo con la mirada y de pronto veo que Robert, Timothy y otros dos chicos con
sus skates en las manos se acercan a él y Flyn se para. Hablan. Uno de
ellos le quita la gorra y se la tira al suelo. Cuando él se agacha a cogerla,
Robert le da una patada en el trasero y Flyn cae de bruces contra el suelo. La
sangre se me enciende. ¡Estoy indignada! ¿Qué hacen?
¡Malditos
niños!
Los
chavales, muertos de risa, se alejan y observo cómo Flyn se levanta y se mira
la mano. Veo que tiene sangre. Se la limpia con un kleneex que saca de su
abrigo, coge la gorra y, sin levantar la mirada del suelo, entra en el colegio.
Boquiabierta,
pienso en lo que ha pasado mientras me pregunto cómo puedo hablar de eso con
Flyn.
Una
vez que el niño desaparece comienzo a andar, y pronto estoy en la vorágine de
las calles de Múnich. PETER me llama. Le indico que estoy bien y cuelgo.
Tiendas..., muchas tiendas, y yo, disfrutando, me paro en todos los
escaparates. Entro en una tienda de motocross y compro todo lo que necesito.
Estoy emocionada. Cuando salgo más feliz que una perdiz, observo a los
viandantes. Todos llevan un gesto serio. Parecen enfadados. Pocos sonríen. Qué
poquito se parecen a los españoles en eso.
Paso
caminando por un puente, el Kabelsteg. Me sorprendo al ver la cantidad de
candados de colores que hay en él. Con cariño toco esas pequeñas muestras de
amor y leo nombres al azar: Iona y Peter, Benni y Marie. Incluso hay candados a
los que se le han sumado pequeños candaditos con otros nombres que imagino que
son los hijos. Sonrío. Me parece superromántico, y me encantaría hacerlo con
PETER. Se lo tengo que proponer. Pero suelto una carcajada. Con seguridad
pensará que me he vuelto loca a la par que ñoña.
Tras
visitar una parte bonita de la ciudad, me paro ante una tienda erótica. Suena
mi móvil. PETER. Mi loco amor está preocupado por mí. Le aseguro que ninguna
banda de albanokosovares me ha raptado, y tras hacerle reír me despido de él.
Divertida, entro en la tienda erótica.
Curiosa
miro a mi alrededor. Es un local donde venden todo tipo de juguetes eróticos y
lencería sexy, y está decorado con gusto y refinamiento. Las paredes son rojas,
y todo lo que hay allí llama mi atención. Cientos de vibradores de colores y
juguetes de formas increíbles están ante mí y curioseo. Veo unas plumas negras
y las cojo. Me servirán para jugar otro día con Eric. También elijo unos
cubrepezones de lentejuelas negros de los que cuelgan unas borlas. La
dependienta me indica que son reutilizables y que se pegan con unas
almohadillas adhesivas al pezón. Me río. Imaginarme con esto puesto ante PETER
me da risa. Pero conociéndolo, ¡le gustará! Cuando voy a pagar, me fijo en un
lateral de la tienda y suelto una carcajada al ver unos disfraces. Sonrío y
cojo uno de policía malota. Lo compro. Esta noche sorprenderé a mi Iceman.
Cuando salgo de la tienda con mi bolsa en la mano y una sonrisa de oreja a
oreja, paso ante una ferretería. Recuerdo algo. Entro y compro un pestillo para
la puerta. Quiero sexo en casa sin invitados imprevistos de ojos rasgados.
Tres
horas después, tras patearme las calles de Múnich, cojo un taxi y llego hasta
casa. Simona y Norbert me saludan y, mirando al hombre, le pido herramientas.
Sorprendido, asiente, pero no pregunta. Me las proporciona.
Encantada
de la vida con lo que Norbert me ha traído, subo a la habitación que comparto
con PETER y, en la puerta, pongo el pestillo. Espero que no le moleste, pero no
quiero que Flyn nos pille mientras estoy vestida de policía malota o hacemos
salvajemente el amor. ¿Qué pensaría el crío de nosotros?
Por
la tarde, cuando Flyn regresa del colegio, como siempre está taciturno. Se
encierra en su cuarto a hacer deberes. Simona le va a llevar la merienda y le
pido que me deje hacerlo a mí. Cuando entro en la habitación, el niño está
sentado la mesita enfrascado en sus deberes. Le dejo el plato con el sándwich y
me fijo en su mano. La herida se ve.
—¿Qué
te ha pasado en la mano? —pregunto.
—Nada
—responde sin mirarme.
—Para
no haberte pasado nada, tienes un buen rasponazo —insisto.
El
crío levanta la vista y me escruta.
—Sal
de mi cuarto. Estoy haciendo los deberes.
—Flyn...,
¿por qué estás siempre enfadado?
—No
estoy enfadado, pero me vas a enfadar.
Su
contestación me hace sonreír. Ese pequeño enano es como su tío, ¡hasta responde
igual! Al final, desisto y salgo de la habitación. Voy a la cocina y cojo una
coca-cola; la abro y doy un trago de la lata. Cuando la estoy tomando, aparece
el niño y me mira.
—¿Quieres?
—le ofrezco
Niega
con la cabeza y se va. Cinco minutos después me siento en el salón y pongo la
televisión. Miro la hora. Las cinco. Queda poco para que regrese PETER. Decido
ver una película y busco algo que me pueda interesar. No hay nada, pero al
final en un canal pasan un episodio de «Los Simpson» y me quedo mirándolo.
Durante
un rato, río por las ocurrencias de Bart y, cuando menos me lo espero, aparece
Flyn a mi lado. Me mira y se sienta. Doy un trago a mi lata de coca-cola. El
pequeño coge el mando con la intención decambiar de canal.
—Flyn,
si no te importa, estoy viendo la televisión.
Lo
piensa. Deja el mando sobre la mesa, se acomoda en el sillón y, de pronto,
dice:
—Ahora
sí quiero una coca-cola.
Mi
primer instinto es contestarle: «Pues ánimo, chato, tienes dos piernas muy
hermosas para ir a por ella». Pero como quiero ser amable con él, me levanto y
me ofrezco a traérsela.
—En
un vaso y con hielo, por favor.
—Por
supuesto —asiento, encantada por aquel tono tan apaciguado.
Más
contenta que unas pascuas llego a la cocina. Simona no está. Cojo un vaso, le
pongo hielo, saco la coca-cola del frigorífico y, cuando la abro, ¡zas!, la
coca-cola explota. El gas y el líquido me entran en los ojos y nos empapamos la
cocina y yo.
Como
puedo, suelto la bebida en la encimera y, a tientas, busco el papel de cocina para
secarme la cara. ¡Diosssssss, estoy empapada! Pero entonces me percato a través
del espejo del microondas de que Flyn me observa con una cruel sonrisa por el
hueco de la puerta.
¡La
madre que lo parió!
Seguro
que ha sido él quien ha movido la coca-cola para que explotara y por eso me la
ha pedido con tanta amabilidad.
Respiro...,
respiro y respiro mientras me seco, y limpio el suelo de la cocina. ¡Maldito
niño! Una vez que termino, salgo como un toro de Osborne, y cuando voy a
decirle algo al enano, convencida de que es el culpable de todo, me encuentro
en el salón a Eric con él en brazos.
—¡Hola,
cariño! —me saluda con una amplia sonrisa.
Tengo
dos opciones: borrarle la sonrisa de un plumazo y contarle lo que su riquísimo
sobrino acaba de hacer, o disimular y no decir nada del minidelincuente que
está en sus brazos. Opto por lo segundo, y entonces mi Iceman deja al crío en
el suelo, se acerca a mí y me da un dulce y sabroso beso en los labios.
—¿Estás
mojada? ¿Qué te ha pasado?
Flyn
me mira, y yo le miro, pero respondo:
—Al
abrir una coca-cola me ha explotado y me he puesto perdida.
PETER
sonríe y, aflojándose la corbata, señala:
—Lo
que no te pase a ti no le pasa a nadie.
Sonrío.
No puedo evitarlo. En este momento entra Simona.
—La
cena está preparada. Cuando quieran pueden pasar.
PETER
mira a su sobrino.
—Vamos,
Flyn. Ve con Simona.
El
pequeño corre hacia la cocina, y Simona va tras él. Entonces, PETER se acerca a
mí y me da un caliente y morboso beso en los labios que me deja ¡atontá!
—¿Qué
tal tu día por Múnich?
—Genial.
Aunque ya lo sabes. Me has llamado mil veces, ¡pesadito!
PETER
se muestra sonriente.
—Pesadito,
no. Preocupado. No conoces la ciudad y me inquieta que andes sola.
Suspiro,
pero no me da tiempo a responder.
—Pero
cuéntame, ¿por dónde has estado?
Le
explico a mi manera los lugares que he visitado, todos grandiosos y alucinantes
y, cuando le comento lo del puente de los candados, me sorprende.
—Me
parece una excelente idea. Cuando quieras, vamos al Kabelsteg a ponerlo. Por
cierto, en Múnich hay más puentes de los enamorados. Está el Thalkirchner y el
Großhesseloher.
—¿Alguna
vez has puesto un candado tú ahí? —pregunto, sorprendida.
PETER
me mira..., me mira y, con media sonrisa, cuchichea:
—No,
cuchufleta. Tú serás la primera que lo consiga.
Alucinadita
me ha dejado. Mi Iceman es más romántico de lo que yo imaginaba. Encantada por
su respuesta y su buen humor, pienso en mi disfraz de policía malota. ¡Le va a
encantar!
—¿Qué
te parece si tú y yo vamos a cenar esta noche a casa de PABLO?
¡Glups
y reglups!
Desecho
rápidamente mi disfraz de poli malota. Mi cuerpo se calienta en cero coma un
segundo y me quedo sin aliento. Sé lo que significa esa proposición. Sexo, sexo
y sexo. Sin quitarle los ojos de encima, asiento.
—Me
parece una fantástica idea.
PETER
sonríe, me suelta, entra en la cocina y le oigo hablar con Simona. También
escucho las protestas de Flyn. Se enfada porque su tío se marche. Una vez que
mi loco amor regresa, me coge de la mano y dice:
—Vamos
a vestirnos.
PETER
se asombra por el cerrojo que le enseño que he puesto en la habitación. Le
prometo que sólo lo utilizaremos en momentos puntuales. Asiente. Lo entiende.
—He
comprado algo que te quiero enseñar. Siéntate y espera —le comunico, ansiosa.
Entro
presurosa al baño. No le digo lo del disfraz de poli malota. Esa sorpresa la
guardo para otro día. Me quito la ropa y me coloco los cubrepezones. ¡Qué
graciosos! Divertida, abro la puerta del baño y, en plan Mata Hari, me planto
ante él.
—¡Guau,
nena! —exclama PETER al verme—. ¿Qué te has comprado?
—Son
para ti.
Divertida,
muevo mis hombros y las borlas que cuelgan de los pezones se menean. PETER ríe.
Se levanta y echa el cerrojo. Yo sonrío. Cuando me acerco hasta él y antes de
tumbarme en la cama, mi lobo hambriento murmura:
—Me
encantan, morenita. Ahora los disfrutaré yo, pero no te los quites. Quiero que
PABLO
los vea también.
Con
una sonrisa acepto su beso voraz.
—De
acuerdo, mi amor.
Una
hora después, PETER y yo vamos en su coche. Estoy nerviosa, pero esos nervios
me excitan a cada segundo más. Mi estómago está contraído. No voy a poder cenar
y, cuando llegamos a casa de PABLO, mi corazón late como un caballo desbocado.
Como
era de esperar, el guapísimo PETER nos recibe con la mejor de sus sonrisas. Es
un tío muy sexy. Su mirada ya no resulta tan inocente como cuando estamos con
más gente. Ahora es morbosa.
Me
enseña su espectacular casa y me sorprendo cuando al abrir una puerta me indica
que ésas son las oficinas de su despacho particular. Me explica que allí
trabajan cinco abogados, tres hombres y dos mujeres. Cuando pasamos junto a una
de las mesas, PETER dice:
—Aquí
trabaja Helga. ¿Te acuerdas de ella?
Asiento.
PETER y PABLO se miran y, dispuesta a ser tan sincera como ellos, explico:
—Por
supuesto. Helga es la mujer con la que hicimos un trío aquella noche en el
hotel, ¿verdad?
Mi
alemán se muestra asombrado por mi sinceridad.
—Por
cierto, PETER —dice PABLO—, pasemos un momento a mi despacho. Ya que estás
aquí, fírmame los documentos de los que hablamos el otro día.
Sin
hablar entramos en un bonito despacho. Es clásico, tan clásico como el que
tiene PETER en su casa. Durante unos segundos, ambos ojean unos papeles,
mientras yo me dedico a fisgar a su alrededor. Ellos están tranquilos. Yo no.
Yo no puedo dejar de pensar en lo que deseo. Los observo, y me caliento. Los
cubrepezones me endurecen el pecho mientras los oigo hablar, y me excito. Deseo
que me posean. Quiero sexo. Ellos provocan en mí un morbo que puede con mi
sentido, y cuando no puedo más, me acerco, le quito los papeles a PETER de la
mano y, con un descaro del que nunca me creí capaz, lo beso.
¡Oh,
sí! Soy una ¡loba!
Muerdo
su boca con anhelo, y PETER responde al segundo. Con el rabillo del ojo veo que
PABLO nos mira. No me toca. No se acerca. Sólo nos mira mientras PETER, que ya
ha tomado las riendas del momento, pasea sus manos por mi trasero, arrastrando
mi vestido hacia arriba.
Cuando
separa sus labios de los míos, soy consciente de lo que he despertado en él y
le susurro, extasiada, dispuesta a todo:
—Desnúdame.
Juega conmigo. —PETER me mira, y deseosa de sexo, musito sobre su boca—:
Entrégame.
Su
boca vuelve a tomar la mía y siento sus manos en la cremallera de mi vestido.
¡Oh, sí! La baja, y cuando ya ha llegado a su tope, me aprieta las nalgas.
Calor.
Sin
hablar, me quita el vestido, que cae a mis pies. No llevo sujetador y mis
cubrepezones quedan expuestos para él y su amigo. Excitación
PABLO
no habla. No se mueve. Sólo nos observa mientras PETER me sienta sobre la mesa
del despacho vestida solo con un tanga negro y los cubrepezones. Locura.
Me
abre las piernas y me besa. Acerca su erección a mi sexo y lo aprieta. Deseo.
Me
tumba sobre la mesa, se agacha y me chupa alrededor de los cubrepezones. Luego
su boca baja hasta mi monte de Venus y, tras besarlo, enloquecido, agarra el
tanga y lo rompe. Exaltación.
Sin
más, veo que mira a su amigo y le hace una señal. Ofrecimiento.
PABLO
se acerca a él, y los dos me observan. Me devoran con la mirada. Estoy tumbada
en la mesa, desnuda, y con los cubrepezones y el tanga roto aún puesto. PABLO
sonríe, y tras pasear su caliente mirada por mi cuerpo, murmura mientras uno de
sus dedos tira del tanga roto:
—Excitante.
Expuesta
ante ellos y deseosa de ser su objeto de locura, subo mis pies a la mesa, me
impulso y me coloco mejor. Llevo uno de mis dedos a mi boca, lo chupo y, ante
la atenta mirada de los hombres a los que me estoy ofreciendo sin ningún
decoro, lo introduzco en mi húmeda vagina. Sus respiraciones se aceleran, y yo
meto y saco el dedo de mi interior una y otra vez. Me masturbo para ellos. ¡Oh,
sí!
Sus
ojos me devoran. Sus cuerpos están deseosos de poseerme, y yo de que lo hagan.
Los tiento. Los reto con mis movimientos. PETER pregunta:
—LALI,
¿llevas en el bolso lo...?
—Sí
—le corto antes de que termine la frase.
PETER
coge mi bolso. Lo abre y saca el vibrador en forma de pintalabios, y se
sorprende al ver también la joya anal. Sonríe y se acerca a mí.
—Date
la vuelta y ponte a cuatro patas sobre la mesa.
Hago
caso. Mi dueño me ha pedido eso, y yo, gustosa, lo obedezco. PABLO me da un
azotito en el trasero, y luego me lo estruja con sus manos mientras PETER mete
la joya en mi boca para que la lubrique con mi saliva. Los vuelvo locos, lo sé.
Una vez que PETER saca la joya de mi boca, me abre bien las piernas e introduce
la joya en mi ano. Entra de tirón. Jadeo, y más cuando noto que la gira
produciéndome un placer maravilloso mientras me tocan.
Con
curiosidad miro hacia atrás y observo que los dos miran mi culo, mientras sus
alocadas manos se pasean por mis muslos y mi vagina.
—LALI
—dice PETER—, ponte como estabas antes.
Me
vuelvo a tumbar sobre la mesa mientras noto la joya en mi interior. Cuando mi
espalda descansa de nuevo en el escritorio, PETER me abre las piernas, me
expone a los dos, y después se mete entre ellas y besa el centro de mi deseo.
Me quemo.
Su
lengua, exigente y dura, toca mi clítoris, y yo salto.
—No
cierres las piernas —pide PABLO.
Me
agarro con fuerza a la mesa y hago lo que me pide, mientras PETER me coge por
las caderas y me encaja en su boca. Gemidos de placer salen de mí, y mientras
disfruto con ello, observo que PABLO se quita los pantalones y se pone un
preservativo.
De
pronto, PETER se para, le entrega a PABLO el pequeño vibrador en forma de
pintalabios, sale de entre mis piernas, y su amigo toma su lugar. PETER se pone
a mi lado, me echa el pelo hacia atrás y sonríe. Me mima y me besa. PABLO, que
ha entendido el mensaje, enciende el vibrador. PETER, cargado de erotismo,
murmura:
—Vamos
a jugar contigo y después te vamos a follar como anhelas.
Las
manos de PABLO recorren mis piernas. Las toca. Se acomoda entre ellas y pasa
uno de sus dedos por mis húmedos labios vaginales. Después, dos, y cuando los
ha abierto para dejar al descubierto mi ya hinchado clítoris, pone el vibrador
sobre él, y yo grito. Me muevo. Aquel contacto tan directo me vuelve loca.
—No
cierres las piernas, preciosa —insiste PABLO, y me lo impide.
PETER
me besa. Pone una de sus manos sobre mi abdomen para que no me mueva, mientras
PABLO aprieta el vibrador en mi clítoris, y yo grito cada vez más. Esto es
asolador. Tremendo. Voy a explotar. Mi ano está lleno. Mi clítoris,
enloquecido. Mis pezones, duros.
Dos
hombres juegan conmigo y no me dejan moverme, y creo que no lo voy a poder
aguantar. Pero sí..., mi cuerpo acepta las sacudidas de placer que todo esto me
provoca y, cuando me he corrido, PABLO me penetra, y PETER mete su lengua en mi
boca.
—Así...,
pequeña..., así.
Ardo.
Me quemo. Abraso.
Entregada
a ellos, a lo que me piden, disfruto mientras mi Iceman me hace el amor con su
boca, y PABLO se mete en mí una y otra vez.
Nunca
había imaginado que algo así pudiera gustarme tanto.
Nunca
había imaginado que yo pudiera prestarme a algo así.
Nunca
había imaginado que yo iniciaría un juego tan carnal, pero sí, yo lo he
comenzado. Me he ofrecido a ellos y ansío que jueguen, me devoren y hagan
conmigo lo que quieran. Soy suya. De ellos. Me gusta esa sensación y deseo
continuar. Anhelo más.
El
calor es abrasador. PETER, entre beso y beso, dice cosas calientes y morbosas
en mi boca, y yo enloquezco de excitación. Mientras, PABLO sigue penetrándome
sobre la mesa de su despacho una y otra vez, a la par que me da azotitos en el
trasero.
Me
llega el clímax y grito mientras me abro para que PABLO tenga más accesibilidad
a mi interior. PETER me muerde la barbilla y, segundos después, es PABLO quien
se deja ir.
Acalorada,
excitada, enardecida y con ganas de más juegos respiro con dificultad sobre la
mesa. PETER me coge entre sus brazos, y aún con el tanga roto colgando de mi
cuerpo, y la joya anal, me saca del despacho. Traspasamos la vacía oficina y
entramos en la casa de PABLO. Allí vamos hasta un baño. Éste, que nos sigue, no
entra. Sabe cuándo y dónde debe estar, y sabe que ese momento es íntimo entre
PETER y yo.
Cuando
entramos en el baño, PETER me deja en el suelo. Me quita los cubrepezones, se
agacha y, con delicadeza, retira los restos del tanga. Yo sonrío, y cuando se
levanta con él en la mano, suelto:
—Está
claro que te gusta romperme la ropa interior.
PETER
sonríe. Lo tira en una papelera y, mientras se quita la camisa, asegura:
—Desnuda
me gustas más.
Con
la mirada risueña, pregunto:
—¿La
joya?
PETER
sonríe y me da un cachete en el culo.
—La
joya se queda donde está. Cuando la saque lo haré para meter otra cosa, si tú
quieres.
Acto
seguido, abre el grifo de la ducha, y ambos nos metemos. El pelo se me empapa y
me abraza. No me enjabona.
—¿Estás
bien, cariño?
Hago
un gesto de asentimiento, pero él, deseoso de oír mi voz, se separa de mí unos
centímetros. Yo lo miro y murmuro:
—Deseaba
hacerlo, PETER, y aún lo deseo.
Mi
alemán sonríe y levanta una ceja.
—Me
vuelves loco, pequeña.
Me
agarro a su cuello y doy un salto para llegar a su boca. Él me coge en
volandas, y mientras el agua corre por nuestros cuerpos, nos besamos. La joya
presiona mi ano.
—Quiero
más —le confieso—. Me gusta la sensación que me produce que me ofrezcas y
juegues conmigo. Me excita que me hables y digas cosas calientes. Me vuelve
loca ser compartida, y quiero que lo vuelvas a hacer una y mil veces.
Su
sonrisa seductora me hace temblar. Su delicadeza mientras me abraza es
extrema,
y yo me siento pletórica de felicidad.
Una
vez fuera de la ducha, PETER me envuelve en una esponjosa toalla, me coge en
brazos de nuevo y, sin secarse y desnudo, me saca del baño. Me lleva hasta una
habitación en color burdeos y me posa en la cama. Presupongo que es la
habitación de PABLO, que en este mismo momento sale de otro baño, desnudo y
húmedo. Se ha duchado como nosotros.
Veo
que ambos se miran y, sin hacer el más mínimo gesto, se han comunicado con la
mirada. El juego continúa. PABLO se dirige a un lateral de la habitación y la
carne se me pone de gallina cuando escucho sonar la canción Cry me a river en
la voz de Michael Bublé.
—Me
comentó PETER que te gusta mucho este cantante, ¿es cierto? —pregunta PABLO
—Sí,
me encanta —le confirmo tras mirar a mi Iceman y sonreír.
PABLO
se acerca.
—He
comprado este CD especialmente para ti.
Como
una gata en celo y dispuesta a excitarlos de nuevo, me pongo de pie. Me quito
la toalla, me toco los pechos y juego con ellos al compás de la música. Ellos
me comen con la mirada. Tentadora, me revuelvo en la cama y me pongo a cuatro
patas. Les enseño mi trasero, donde aún está la joya, y me contoneo al ritmo de
la canción. Ambos me miran y veo sus erecciones duras y dispuestas para mí. Me
bajo de la cama y, desnuda, los obligo a acercarse. Quiero bailar con los dos.
PETER me mira mientras le agarro de la cintura y obligo a PABLO a que me aferre
por detrás. Durante unos minutos, los tres, desnudos, mojados y excitados, bailamos
esa dulce y sensual melodía. En tanto PETER me devora la boca con pasión, PABLO
me besa el cuello y aprieta la joya en mi ano.
Morbo.
Todo es morboso entre los tres en esta habitación. Ambos me sacan una cabeza y
sentirme pequeña entre ellos me gusta. Sus erecciones latentes chocan contra mi
cuerpo y las deseo. Se me seca la boca y sonrío a PETER. Mi alemán, tras
besarme, me da la vuelta, y veo los ojos de PABLO. Su boca desea besarme, ¡lo
sé!, pero no lo hace. Se limita a besarme los ojos, la nariz, las mejillas, y
cuando sus labios rozan la comisura de mis labios, me mira con deseo.
—Juega
conmigo. Tócame —le susurro.
PABLO
asiente, y una de sus manos baja a mi vagina. La toca. La explora y mete uno de
sus dedos en mí, haciéndome gemir. PETER me muerde el hombro mientras sus manos
vuelan por mi cuerpo hasta terminar en la joya. Le da vueltas, y las piernas me
flaquean. Me agarra por la cintura y me dejo hacer. Soy su juguete. Quiero que
jueguen conmigo.
Bailamos...,
nos devoramos..., nos tocamos..., nos excitamos.
Ser
el centro de atención de estos dos titanes me gusta. Me encanta. Sentirme
perversa mientras ellos me tocan y desean es lo máximo para mí en este momento.
Cierro los ojos, me aprietan contra sus cuerpos y sus erecciones me indican que
están preparados para mí. Me enloquece esa sensación. Adoro ser su objeto de
deseo.
La
canción acaba, y comienza Kissing a fool, y mi excitación está por las
nubes. PETER y PABLO están como yo. Al final, PETER exige con voz cargada de
tensión:
—PABLO,
ofrécemela.
Éste
se sienta en la cama, me hace sentar delante de él, pasa sus brazos por debajo
de mis piernas y me las abre. ¡Oh, Dios, qué morbo! Mi vagina queda abierta
totalmente para mi amor. PETER se agacha entre mis piernas, muerde mi monte de
Venus y después mis labios vaginales. Tiemblo. Su ávida lengua me saborea y
pronto encuentra mi clítoris. Juega. Lo tortura. Me enloquece, y el remate es
cuando sus dedos da vueltas a la joya de mi ano. Grito.
—Me
gusta oírte gritar de placer —cuchichea PABLO en mi oído.
PETER
se levanta. Está enloquecido. Pone su duro pene en mi vagina y me penetra. ¡Oh,
sí!... Sus penetraciones son duras y asoladoras mientras PABLO continúa
diciendo:
—Te
voy a follar, preciosa. No veo el momento de volver a hundirme en ti.
Las
maravillosas penetraciones de PETER me hacen gritar de placer, mientras se
hunde una y otra vez en mí consiguiendo arrancarme cientos de jadeos gustosos.
Calientes. Perversos. De pronto, se para y, sin salir de mi interior, me agarra
por la cintura y me alza. Me hunde más en él. PABLO se levanta de la cama, y en
volandas, como si en una silla invisible estuviera sentada, PETER continúa sus
penetraciones mientras los fuertes brazos de PABLO me sujetan y me lanzan una y
otra vez contra mi Iceman.
Soy
su muñeca. Me desmadejo entre sus brazos cuando mi chillido placentero le hace
saber a PETER que he llegado al orgasmo y sale de mí. PABLO me tumba en la
cama, y PETER, con su falo erecto, se acerca, me agarra por la cabeza y con
rudeza lo introduce en mi boca. Lo chupo. Lo degusto, enloquecida. Oigo rasgar
un preservativo e imagino que PABLO se lo está poniendo. Segundos después, abre
mis piernas sin contemplaciones y me penetra. ¡Sí! Extasiada por el momento que
estos dos me están proporcionando, disfruto de la erección de PETER. ¡Dios, me
encanta!, hasta que segundos después se retira de mi boca y se corre sobre mi
pecho.
PABLO
está muy excitado por lo que ve, así que me agarra por las caderas y comienza a
bombear dentro de mí con fuerza. ¡Oh, sí!
Una...,
dos..., tres..., cuatro..., cinco..., seis...
Mis
gemidos de placer salen descontrolados de mi boca mientras los dos hombres se
hacen con mi cuerpo. Me poseen a su antojo, y yo accedo. Yo quiero. Yo me abro
a ellos, hasta que PABLO se corre y yo con él. PETER, tan enloquecido como
nosotros, extiende por mis pechos el jugo de su excitación y veo en sus
vidriosos ojos que disfruta del momento. Todos disfrutamos.
La
música va in crescendo, y nuestros cuerpos se acompasan. PETER me besa y
yo gozo. Tras salir de mí, PABLO mete su cabeza entre mis piernas y busca mi
clítoris. Desea más. Lo aprieta entre sus labios y tira de él. Me retuerzo.
Mueve la joya en mi ano. Grito. Su boca muerde la cara interna de mis muslos
mientras PETER me masajea la cabeza y me mira. Calor..., tengo calor y creo que
me voy a correr otra vez. Pero cuando estoy a punto de hacerlo, oigo decir a
PETER:
—Todavía
no, pequeña...Ven aquí.
Se
sienta en la cama, me coge de la mano y tira de mí. Me hace sentar a horcajadas
sobre él y me penetra de nuevo. Quiero correrme. Necesito correrme. Como loca
me muevo en busca de mi placer y, enloquecida, grito:
—No
pares, PETER. Quiero más. Os quiero a los dos dentro.
A
través de las pestañas, veo que PETER asiente. PABLO abre un cajón y saca
lubricante. PETER, al verme tan enloquecida, detiene sus penetraciones.
—Escucha,
amor, PABLO va a poner lubricante para facilitar su entrada. —Asiento, y
prosigue al ver mi mirada—: Tranquila..., nunca permitiría que nada te doliera.
Si te duele, me avisas y paramos, ¿de acuerdo?
Le
digo que sí y me besa; me aprieto contra él y suspiro.
PETER
me acerca más a su cuerpo mientras su erección continúa proporcionándome
placer. PABLO, desde atrás, me da uno de sus azotes en el culo. Sonrío. Saca la
joya de mi ano y siento que unta algo frío y húmedo mientras me susurra en el
oído:
—No
sabes cuánto te deseo, LALI. No veía el momento de penetrar este bonito
culo
tuyo. Voy a jugar contigo. Te voy a follar, y tú me vas a recibir.
Accedo.
Quiero que lo haga, y PETER añade:
—Eres
mía, pequeña, y yo te ofrezco. Hazme disfrutar con tu orgasmo.
Con
el dedo, PABLO juguetea en mi interior, mientras PETER me penetra y me dice
cosas calientes. Muy calientes. Ardorosas. Ambos me conocen y saben que eso me
excita. Segundos después, PABLO le pide a PETER que me abra para él. Mi Iceman,
sin retirar sus preciosos ojos de mí, me agarra de las cachas del culo y me
muerde el labio inferior. Sin soltarme noto la punta de la erección de PABLO
sobre mi ano y cómo centímetro a centímetro, apretándome, se introduce en mí.
—Así,
cariño..., poco a poco... —murmura PETER tras soltarme el labio—. No tengas
miedo. ¿Duele? —Niego con la cabeza, y él sigue—: Disfruta, mi amor...,
disfruta de la posesión.
—Sí...,
preciosa..., sí... tienes un culito fantástico... —masculla PABLO,
penetrándome—. ¡Oh, Dios!, me encanta. Sí, nena..., sí...
Abro
la boca y gimo. La sensación de esa doble penetración es indescriptible y
escuchar lo que cada uno dice me calienta a cada segundo más. PETER me mira con
los ojos brillantes por la expectación y, ante mis jadeos, me pide:
—No
dejes de mirarme, cariño.
Lo
hago.
—Así...,
así..., acóplate a nosotros... Despacio..., disfruta...
Estoy
entre dos hombres que me poseen.
Dos
hombres que me desean.
Dos
hombres que deseo.
Cuatro
manos me sujetan desde diferentes sitios, y ambos me llenan con delicadeza y
pasión. Siento sus penes casi rozarse en mi interior, y me gusta verme sometida
por y para ellos. PETER me mira, toca mi boca con la suya, y cada uno de mis
jadeos los toma para él mientras me dice dulces y calientes palabras de amor.
PABLO me pellizca los pezones, me posee desde atrás y cuchichea en mi oído:
—Te
estamos follando... Siente nuestras pollas dentro de ti...
Calor...,
tengo un calor horroroso y, de pronto, noto como si toda la sangre de mi cuerpo
subiera a la cabeza y grito, extasiada. Estoy siendo doblemente penetrada y
enloquezco de placer. Me estrujan contra ellos exigiéndome más, y vuelvo a
gritar hasta que me arqueo y me dejo ir. Ellos no paran; continúan con sus
penetraciones. PETER...OABLO... PETER... PABLO... Sus respiraciones
enloquecidas y sus movimientos me hacen saltar en medio de los dos, hasta que
sueltan unos gruñidos varoniles, y sé que el juego, de momento, ha finalizado.
Con
cuidado, PABLO sale de mí y se tumba en la cama. PETER no lo hace y quedo
tendida sobre él mientras me abraza. Durante unos minutos, los tres respiramos
con dificultad mientras la voz de Michael Bublé resuena en la habitación, y
nosotros recuperamos el control de nuestros cuerpos.
Pasados
cinco minutos, PABLO toma mi mano, la besa y susurra con una media sonrisa:
—Con
vuestro permiso, me voy a la ducha.
PETER
sigue abrazándome, y yo lo abrazo a él. Cuando quedamos solos en la cama, lo
miro. Tiene los ojos cerrados. Le muerdo el mentón.
—Gracias,
amor.
Sorprendido,
abre los ojos.
—¿Por
qué?
Le
doy un beso en la punta de la nariz que le hace sonreír.
—Por
enseñarme a jugar y a disfrutar del sexo.
Su
carcajada me hace reír a mí, y más cuando afirma:
—Estás
comenzando a ser peligrosa. Muy peligrosa.
Media
hora más tarde, duchados, los tres vamos a la cocina de PABLO. Allí, sentados
sobre unos taburetes, comemos y nos divertimos mientras charlamos. Les confieso
que sus exigencias y su rudeza en ciertos momentos me excitan, y los tres
reímos. Dos horas después, vuelvo a estar desnuda sobre la encimera de la
cocina, mientras ellos me vuelven a poseer, y yo, gustosa, me ofrezco.
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