Por
la tarde, al llegar a Jerez, mi móvil no para de sonar.
Estoy
por estrellarlo contra la pared.
PETER
quiere hablar conmigo.
Apago
el móvil. Llama al teléfono de mi padre y me niego a ponerme.
El
domingo, cuando me levanto, mi hermana está plantada ante el televisor viendo
la telenovela mexicana que la tiene extasiada, «Soy tu dueña». ¡Menuda
horterada!
Cuando
entro en la cocina, hay un precioso ramo de rosas rojas de tallo largo. Al
verlas, maldigo; imagino quién las ha mandado.
—¡Cuchufleta,
mira qué preciosidad has recibido! —dice CANDE detrás de mí.
Sin
necesidad de preguntar, sé de quién son, y directamente las agarro y las tiro a
la basura. Mi hermana grita como una posesa.
—¡¿Qué
haces?!
—Lo
que me apetece.
Rápidamente,
saca las rosas de la basura.
—¡Por
el amor de Dios! Tirar esto es un sacrilegio. Han debido de costar un pastón.
—Por
mí como si son del mercadillo. Me hacen el mismo efecto.
No
quiero mirar mientras mi hermana vuelve a colocar las rosas en el jarrón.
—¿No
vas a leer la notita? —insiste.
—No,
y tú, tampoco —contesto, y se la arranco de las manos y la tiro a la basura.
De
repente, aparecen mi cuñado y mi padre, y nos miran. Mi hermana impide que me
acerque de nuevo a las rosas.
—¿Os
podéis creer que quiere tirar esta maravilla a la basura?
—Me
lo creo —asevera mi padre.
AGUSTIN
sonríe, y acercándose a mi hermana, le da un beso en el cuello.
—Menos
mal que estás tú para rescatarlas, pichoncita.
No
respondo.
No
los miro.
No
estoy yo para escuchar eso de «pichoncita» y «pichoncito». ¿Cómo pueden ser tan
ñoños?
Me
caliento un café en el microondas y, tras bebérmelo, oigo que suena la puerta.
Maldigo y me levanto, dispuesta a huir si es PETER. Mi padre, al ver mi gesto,
va a abrir. Dos segundos después, divertido, entra solo y deja algo sobre la
mesa.
—Morenita,
esto es para ti.
Todos
me miran, a la espera de que abra la enorme caja blanca y dorada. Finalmente,
claudico y la abro. Cuando saco el envoltorio, mi sobrina, que entra en este
momento
en la cocina, exclama:
—¡Un
estadio de fútbol de chuches! ¡Qué ricooooooooooooooo!
—Creo
que alguien quiere endulzarte la vida, cariño —bromea mi padre.
Boquiabierta,
miro el enorme campo de fútbol. No le falta detalle. ¡Hasta gradas y público
tiene! Y en el marcador pone «te quiero» en alemán: Ich liebe dich.
Mi
corazón aletea, desbocado.
No
estoy acostumbrada a estas cosas y no sé qué decir.
PETER
me desconcierta, ¡me vuelve loca! Pero al final gruño, y mi hermana rápidamente
se coloca a mi lado.
—No
irás a tirarlo, ¿verdad? —dice.
—Me
parece que sí —respondo.
Mi
sobrina se pone en medio y levanta un dedo.
—¡Titaaaaaaaaaaaaa,
no puedes tirarlo!
—¿Por
qué no puedo tirarlo? —pregunto, enfadada.
—Porque
es un regalo muy bonito del tito y nos lo tenemos que comer. —Sonrío al ver su
gesto de pillina, pero la sonrisa se me corta cuando añade—: Además, tienes que
perdonarlo. Se lo merece. Es muy bueno y se lo merece.
—¿Se
lo merece?
Luz
hace un gesto afirmativo con la cabeza.
—Cuando
yo me peleé con Alicia por lo de la película y ella me llamó tonta, me enfadé
mucho, ¿verdad? —me recuerda mi sobrina, y yo asiento. La niña prosigue—: Ella
me pidió perdón, y tú me dijiste que debía pensar si mi enfado era tan
importante como para perder a mi mejor amiga. Pues ahora, tita, yo te digo lo
mismo. ¿Tan enfadada estás como para no perdonar al tito PETER?
Sigo
mirando boquiabierta al renacuajo que me ha dicho eso cuando interviene mi
padre:
—Morenita,
somos esclavos de nuestras palabras.
—Exacto,
papá, y PETER también lo es —manifiesto al recordar las cosas que él me dijo.
Mi
pequeña sobrina me mira a la espera de una contestación. Pestañea como un
osito. Es una niña y no debo olvidarlo. Por ello, con la poca paciencia que aún
me queda, murmuro:
—Luz,
si tú quieres, cómete todo el campo de fútbol. Te lo regalo, ¿vale?
—¡Guay!
—aplaude la pequeña.
Todos
sonríen, y sus sonrisas me desquician. ¿Por qué nadie entiende mi enfado?
Saben
que PETER y yo hemos roto, aunque nadie, a excepción de mi hermana, sabe que es
por una mujer, y ni siquiera a ella le he contado toda la verdad. Si Raquel o
cualquier otro conociera el trasfondo de nuestra discusión, ¡fliparía en
colorines!
Consciente
de que mi agobio sube, sube y sube, me voy a ver a mi amiga Rocío. Estoy segura
de que ella no me hablará de PETER. Y no me equivoco.
Regreso
para comer. El teléfono no para de sonar y lo apago.
¡Basta
ya, por favorrrrrrr!
A
las diez me voy al pub. Tengo que trabajar. Pero cuando estoy en la puerta
saludando a unos amigos, veo pasar un BMW oscuro y reconozco a PETER al
volante. Me escondo. No me ha visto y, por la dirección que lleva, intuyo que
se dirige a casa de mi padre.
Maldigo,
maldigo y maldigo. ¿Por qué es tan insistente?
Cuando
el desespero comienza a fraguar en mí una gran desazón, alguien me toca por la
espalda y, al volverme, me encuentro con MARIANO MARTINEZ. ¡Qué chico más mono!
Encantada, sonrío e intento centrarme en él. Entramos en el pub. Me invita a
una copa y yo a él a otra. Es amable, un bombón, y por su mirada y las cosas
que dice sé lo que busca. ¡Sexo! Pero no. Hoy no estoy yo muy fina, y decido
omitir los mensajes que me manda mientras empiezo a servir copas en la barra.
Veinte
minutos después, veo entrar a PETER en el local, y mi corazón se desboca.
Tun-tun... Tun-tun...
Va
solo. Mira alrededor y rápidamente me localiza. Camina con decisión hacia donde
estoy y, cuando llega, dice:
—LALI,
sal de ahí ahora mismo y ven conmigo.
MARIANO
lo mira, y después me mira a mí.
—¿Conoces
a este tipo? —pregunta.
Voy
a responder cuando PETER se me adelanta.
—Es
mi mujer. ¿Algo más que preguntar?
¿Su
mujer? ¿Será prepotente?
Sorprendido,
MARIANO me mira. Yo pestañeo y, finalmente, mientras termino de preparar un
cubata para el pelirrojo de la derecha, respondo:
—No
soy tu mujer.
—¿Ah,
no? —insiste PETER.
—No.
Le
entrego la consumición al pelirrojo, y éste me sonríe. Yo hago lo mismo. Una
vez que le cobro miro a PETER, que aguarda desesperado, y le aclaro:
—No
soy nada tuyo. Lo nuestro acabó y...
Pero
PETER, clavando sus espectaculares ojos azules en mí, no me deja terminar.
—LALI,
cariño, ¿quieres dejar de decir tonterías y salir de esa barra?
Molesta
por sus palabras, gruño.
—Las
tonterías las vas a dejar de decir tú, chato. Y repito: no soy tu mujer y
tampoco soy tu novia. No soy absolutamente nada tuyo y quiero que me dejes
vivir en paz.
—LALI...
—Quiero
que me olvides y me dejes trabajar —prosigo, molesta—. Quiero que te fijes en
otra, que le des la barrila a ella y que te alejes de mí, ¿entendido?
Mi
gesto es serio, pero el de PETER es tenebroso.
Me
mira..., me mira..., me mira...
Tiene
la mandíbula tensa y sé que está conteniendo sus impulsos más primitivos, esos
que me vuelven loca. ¡Dios, soy una masoca! MARIANO nos mira a ambos, pero
antes de que pueda decir algo, PETER murmura:
—De
acuerdo, LALI. Haré lo que me pides.
Sin
más, se da la vuelta y va al fondo de la barra. Incómoda, lo sigo con la
mirada.
—¿Quién
es ese tipo? —pregunta MARIANO.
No
respondo. Sólo puedo seguir con la mirada a PETER y ver cómo mi compañero de barra le sirve un
whisky. MARIANO insiste.
—Si
no es mucha indiscreción, ¿quién es?
—Alguien
de mi pasado —contesto como puedo.
Con
un enfado por todo lo alto, intento olvidarme de que PETER está aquí. Sigo
preparando bebidas y sonriendo a la gente que se acerca a mí para pedirlas.
Durante un buen rato, no lo miro. Quiero obviar su presencia y divertirme.
MARIANO es un encanto e
intenta
continuamente hacerme reír. Pero mi risa se congela y mi sangre se corta
cuando, al ir a coger una botella de la estantería, veo a PETER hablando con
una chica guapa. No me mira. Está del todo centrado en la muchacha, y eso me
pone a cien. Pero de mala leche.
¡Madre...,
madre..., qué celosa estoyyyyy!
Una
vez que cojo la botella, me doy la vuelta. No quiero seguir contemplando lo que
él hace, pero mi puñetera curiosidad me obliga a mirar de nuevo. Las señales
que le hace la chica son las típicas que usamos las mujeres cuando un hombre
nos interesa. Toque de pelo, de oreja y sonrisita de «acércate... que te estoy
invitando a algo más».
De
pronto, la rubia le pasa un dedo por la mejilla. ¿Por qué lo toca? Él sonríe.
PETER
no se mueve y soy testigo de cómo ella cada vez se aproxima más y más, hasta
quedar totalmente encajada entre sus piernas. PETER la mira. Su ardiente mirada
me calienta. Le pasa un dedo por el cuello, y eso me subleva.
¿Qué
hace el insensato?
Ella
sonríe, y él baja la mirada.
¡Lo
mato!
Esa
bajada de ojos, acompañada de su torcida sonrisa, sé lo que significa: ¡sexo!
Mi
corazón late desbocado.
PETER
está haciendo lo que le he pedido. Se ha fijado en otra, se divierte, y yo,
como una imbécil, estoy aquí sufriendo por lo que yo misma le he pedido. Vamos,
¡para matarme!
Quince
minutos después, observo que se levanta, coge de la mano a la chica y, sin
mirarme, sale del local.
¡Lo
matooooooooooooo...!
Mi
corazón bombea enloquecido y, si sigo respirando así, creo que voy a
hiperventilar. Salgo de la barra, camino hacia el baño y me refresco la nuca
con agua. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! PETER me acaba de demostrar que él
no se anda con chiquitas y que su juego es fuerte y devastador. Necesito aire o
esfumarme de aquí. Tengo que desaparecer del local o soy capaz de organizar la
matanza de Texas, pero en Jerez.
Cuando
salgo del baño, como puedo, me quito de encima a MARIANO y quedo en verlo la noche siguiente. Al
llegar a mi coche, me subo y grito de frustración. ¿Por qué soy tan
rematadamente imbécil? ¿Por qué le digo a PETER que haga cosas que me van a
doler? ¿Por qué no puedo ser tan fría como él? Soy española, temperamental,
mientras PETER es un impasible alemán. Enciendo el coche, y la radio comienza a
sonar. La voz de Álex Ubago llena mi coche y cierro los ojos. La canción Sin
miedo a nada me pone los pelos de punta.
Idiota,
idiota, idiota... Soy rematadamente ¡IDIOTA!
Enciendo
el móvil mientras empiezo inconscientemente a tararear:
Me
muero por explicarte lo que pasa por mi mente,
me
muero por entregarte y seguir siendo capaz de sorprenderte,
sentir
cada día ese flechazo al verte.
Qué
más dará lo que digan, qué más dará lo que piensen.
Si
estoy loca es cosa mía...
Busco
el teléfono de PETER y, cuando estoy a punto de llamarle, me paro. ¿Qué estoy
haciendo?
¿Qué
narices voy a hacer?
Enajenada,
cierro el móvil.
No
le voy a llamar. ¡Ni loca!
Pero
la furia que tengo hace que saque la llave del contacto, salga del coche y,
tras dar un portazo considerable a mi Leoncito, entre de nuevo en el
pub. Estoy soltera, sin compromiso y soy dueña de mi vida. Busco a MARIANO. Lo
localizo y lo beso. Él rápidamente responde.
¡Qué
facilones son los tíos!
Durante
varios minutos permito que su lengua entre en mí y juegue con la mía, y cuando
estoy a punto de insinuarle que nos vayamos a otro lugar, la puerta del local
se abre y veo que entra la chica rubia que se ha marchado con PETER.
Sorprendida
por verla allí, la sigo con la mirada. Ella va hasta la barra, pide una bebida
a mi compañero y después regresa con su grupo de amigas. Al momento, me suena
el móvil. Un mensaje de PETER.
«Ligar
es tan fácil como respirar. No hagas nada de lo que te puedas arrepentir.»
Sin
saber por qué, suelto una carcajada mientras maldigo. ¡Maldito PETER! Él y sus
malditos juegos. MARIANO me mira. Le digo que tengo que seguir trabajando y
regreso a mi puesto.
A
las seis y media de la mañana entro en la casa de mi padre. Todos están
dormidos. Voy hasta el cubo de basura y, tras rebuscar en él, encuentro la
notita de las rosas que me ha enviado. La abro y leo: «Cariño, soy un
gilipollas. Pero un gilipollas que te quiere y que desea que lo perdones.
PETER».
No hay comentarios:
Publicar un comentario