Cuando me despierto a la mañana siguiente me sorprendo. PETER está a mi lado dormido. Son las ocho y media de la mañana y es la primera vez que me despierto antes que él. Sonrío. Con curiosidad lo observo. Es guapísimo. Verlo relajado y dormido es una de las cosas más bonitas que he contemplado en mi vida. No me muevo. Quiero que ese momento dure eternamente. Durante un buen rato, disfruto y me recreo, hasta que abre los ojos y me mira. Sus ojazos azules me impactan.
—Buenos días, mi amor.
Sorprendido, me mira y pregunta:
—¿Qué hora es?
Con curiosidad, vuelvo a mirar el reloj y respondo:
—Casi las nueve.
PETER me mira, me mira y me mira, y al ver su gesto, inquiero:
—¿Qué ocurre?
Pasa su mano por mi pelo y lo retira de mi cara.
—¿Te encuentras bien?
Me desperezo y respondo:
—Sí, cariño, no te preocupes.
PETER se sienta en la cama, y yo hago lo mismo. Después, lo veo que se dirige al lavabo y tras estirarme lo sigo. Pero cuando entro en el baño y me veo reflejada en el espejo, grito:
—¡Dios mío, soy un monstruo!
Mi cara es una paleta de colores. Bajo los ojos, tengo unos cercos rojos y verdes que me dejan sin palabras. Mi chico me sujeta por la cintura y me sienta en la taza del váter. Ver mi horrible aspecto me ha dejado sin habla y, horrorizada, murmuro:
—¡Ay, Dios!, pero si sólo me di contra la nieve.
—Te debiste de dar un buen golpe, pequeña.
Lo sé. Me di contra el muro antes de caer a la nieve. Ahora lo recuerdo con más claridad.
PEER me tranquiliza. Miles de palabras cariñosas salen de su boca y, al final, recuerdo lo que me avisó el médico: moratones. Consciente de que nada puedo hacer contra esto, me levanto y me miro en el espejo. PETER está a mi lado. No me suelta. Resoplo. Muevo la cabeza hacia los lados y musito:
—Estoy horrible.
PETER besa mi cuello. Me agarra por detrás y, apoyando su barbilla en mi cabeza, dice:
—Tú no estás horrible ni queriendo, cariño.
Eso me hace sonreír. Mi pinta es desastrosa. Soy la antítesis de la belleza, y el tío más esplendoroso del mundo me acaba de demostrar su cariño y su amor. Al final, decido ser práctica y me encojo de hombros.
—La parte buena de esto es que en unos días pasará.
Mi Iceman sonríe, y yo me lavo los dientes mientras él se ducha. Cuando acabo me siento en la taza del váter a observarlo. Me encanta su cuerpo. Grande, fuerte y sensual. Recorro sus muslos, su trasero y suspiro al ver su pene. ¡Oh, Dios! Lo que me hace disfrutar. Cuando sale de la ducha coge la toalla que le doy y se seca. Divertida, alargo mi mano y le toco el pene. PETER me mira y, echándose hacia atrás, asegura:
—Pequeña, no estás tú hoy para muchos trotes.
Suelto una carcajada. Tiene razón. Durante un rato lo observo mientras que mi mente calenturienta vuela e imagina. Mi cara es tal que PETER pregunta:
—¿Qué piensas?
Sonrío...
—Vamos, pequeña viciosilla, ¿qué piensas?
Divertida por su comentario, inquiero:
—¿Nunca has tenido ninguna experiencia con un hombre?
Levanta una ceja. Me mira y afirma:
—No me van los hombres, cariño. Ya lo sabes.
—A mí no me van las mujeres tampoco —aclaro—. Pero reconozco que no me importa que jueguen conmigo en ciertos momentos.
Mi Iceman sonríe y, secándose, indica:
—A mí sí me importa que un hombre juegue conmigo.
Ambos nos reímos.
—¿Y si yo deseo ofrecerte a un hombre?
PETER se paraliza, me escruta con la mirada y responde:
—Me negaría.
—¿Por qué? Se trata sólo de un juego. Y tú eres mío.
—LALI, te he dicho que no me van los hombres.
Cabeceo y sonrío, pero no estoy dispuesta a callar.
—A ti te excita ver cómo una mujer mete su boca entre mis piernas, ¿verdad?
—Sí, mucho, pequeña.
—Pues a mí me gustaría ver a un hombre con su boca entre tus piernas.
Sorprendido, me mira y pregunta:
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente, señor LANZANI. —Y al ver cómo me mira, añado—: Las mujeres no me van, pero por ti, por tu placer de mirar, he experimentado lo que es que una mujer juegue conmigo, y reconozco que tiene su morbo. Y la verdad, me gustaría que un hombre te hiciera eso mismo a ti. Que metiera su cabeza entre tus piernas y...
—No.
Me levanto y le abrazo por la cintura.
—Recuerda, cariño: tu placer es mi placer y nosotros los dueños de nuestros cuerpos. Tú me has enseñado un mundo que desconocía. Y ahora yo quiero, anhelo y deseo besarte, mientras un hombre te...
—Bueno, ya hablaremos de ello en otro momento —me corta.
Me empino, le doy un beso en los labios y murmuro:
—Por supuesto que hablaremos de esto en otro momento. No lo dudes.
PETER sonríe y menea la cabeza. Luego se anuda la toalla alrededor de la cintura y suelta mientras me coge en brazos:
—¿Sabes, morenita? Comienzas a asustarme.
Después de comer, PETER se marcha a la oficina. Me promete que regresará en un par de horas. Antes de irse, me prohíbe salir a la nieve, y yo me río. Marta, que está todavía aquí, también se marcha, y Sonia, al saber lo ocurrido llama angustiada, aunque al hablar conmigo se tranquiliza.
Simona está preocupada. Vemos juntas nuestro culebrón, pero me mira continuamente el rostro. Yo intento hacerle ver que estoy bien. Ese día, a Esmeralda Mendoza, el malo de Carlos Alfonso Halcones de San Juan, al no conseguir el amor verdadero de la joven, le quita su bebé. Se lo da a unos campesinos para que se lo lleven y lo hagan desaparecer. Simona y yo, horrorizadas, nos miramos. ¿Qué va a pasar con el pequeño Claudito Mendoza? ¡Qué disgusto tenemos!
Cuando Flyn regresa del colegio, yo estoy en mi cuarto. Estoy sentada en la mullida alfombra hablando por el Facebook con un grupo de amigas. Nos denominamos las Guerreras Maxwell, y todas tenemos un punto de locura y diversión que nos encanta.
—¿Puedo pasar?
Es Flyn. Su pregunta me sorprende. Él nunca pregunta. Asiento. El pequeño entra, cierra la puerta y, al levantar mi rostro hacia él, veo que se queda blanco en décimas de segundo. Se asusta. No esperaba verme la cara de mil colores.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Pero tu cara...
Al recordar mi rostro sonrío e, intentando quitarle importancia, cuchicheo:
—Tranquilo. Es una acuarela de colores, pero estoy bien.
—¿Te duele?
—No.
Cierro el portátil, y el crío vuelve a preguntar:
—¿Puedo hablar contigo?
Sus palabras y, en especial su interés, me conmueven. Esto es un gran avance, y respondo:
—Por supuesto. Ven. Siéntate conmigo.
—¿En el suelo?
Divertida, me encojo de hombros.
—De aquí seguro que no nos caemos.
El pequeño sonríe. ¡Una sonrisa! Casi aplaudo.
Se sienta frente a mí y nos miramos. Durante más de dos minutos nos observamos sin hablar. Eso me pone nerviosa, pero estoy decidida a aguantar su mirada achinada el tiempo que haga falta como aguanto en ocasiones la de su tío. ¡Vaya dos! Al final, el niño dice:
—Lo siento, lo siento mucho. —Se le llenan los ojos de lágrimas y murmura—: ¿Me perdonas?
Me conmuevo. El duro e independiente Flyn ¡está llorando! No puedo ver llorar a nadie. Soy una blanda. ¡No puedo!
—Claro que te perdono, cielo, pero sólo si dejas de llorar, ¿de acuerdo? —Asiente, se traga las lágrimas y, para quitarle parte de la culpa que siente, digo—: También fue culpa
mía. No me tenía que haber subido al muro y...
—Fue sólo mi culpa. Yo cerré las puertas y no te dejé entrar. Estaba enfadado, y yo..., yo... lo que hice está muy mal, y comprenderé que el tío PETER me mande al internado que dicen Sonia y Marta. Me lo advirtió la última vez, y yo le he vuelto a decepcionar.
El dolor y el miedo que veo en sus ojos me destrozan. Flyn no va a ir a ningún internado. No lo voy a permitir. Su inseguridad me da de lleno en el corazón y respondo:
—No se va a enterar porque ni tú ni yo se lo vamos a contar, ¿de acuerdo?
Esa reacción mía Flyn no la espera y, sorprendido, me mira.
—¿No le has contado al tío lo que ha ocurrido?
—No, cielo. Simplemente le he dicho que estaba yo en la nieve, me resbalé y caí.
De pronto, me acuerdo de mi padre. Acabo de sorprender a Flyn, y eso lo debilita. Sonrío. Los hombros del pequeño se relajan. Le acabo de quitar un peso de encima.
—Gracias, ya me veía en el internado.
Su sinceridad me hace sonreír.
—Flyn, me tienes que prometer que no volverás a comportarte así. Nadie quiere que vayas a un internado. Eres tú el que parece, con tus actos, que lo desea, ¿no te das cuenta? —No responde, y pregunto—: ¿Qué ocurrió el otro día en el colegio?
—Nada.
—¡Ah, no, jovencito! ¡Se acabaron los secretos! Si quieres que yo confíe en ti, tú tendrás que confiar en mí y contarme qué narices pasa en el colegio y por qué dicen que tú has comenzado una pelea cuando no creo que sea así.
Él cierra los ojos, calibrando las consecuencias de lo que me va a decir.
—Robert y los otros chicos me empezaron a insultar. Como siempre, me llamaron chino de mierda, gallina, miedica. Ellos se mofan de mí porque no sé hacer nada de lo que ellos hacen con el skateboard, la bicicleta o los patines. Intenté no hacerles caso como siempre, pero cuando George me tiró al suelo y comenzó a darme puñetazos, agarré su skate y se lo estampé en la cabeza. Sé que no lo tenía que haber hecho, pero...
—¿Esas cosas te dicen esos sinvergüenzas?
Flyn asiente.
—Tienen razón. Soy un torpe.
Maldigo a PETER en silencio. Él, con sus miedos a que ocurran cosas, está provocando todo esto. El crío susurra:
—Los profes no me creen. Soy el bicho raro de la clase. Y como no tengo amigos que me defiendan, siempre cargo con las culpas.
—¿Y tu tío no te cree tampoco?
Flyn se encoge de hombros.
—Él no sabe nada. Cree que me meto en problemas porque soy conflictivo. No quiero que sepa que esos chicos se mofan de mí porque soy cobarde. No quiero decepcionarlo.
Eso me duele. No es justo que Flyn cargue con aquello y PETER no lo sepa. Tengo que hablar con él. Pero centrándome en el niño le cojo el óvalo de la cara y murmuro:
—El que le dieras a ese chico con el skate en la cabeza no estuvo bien, cielo. Lo entiendes, ¿verdad? —El pequeño asiente, y dispuesta a ayudarlo sigo—: Pero no voy a consentir que nadie más te vuelva a insultar.
Sus ojitos de pronto se avivan. Me acuerdo de mi sobrina.
—Pon tu pulgar contra el mío. Y una vez que se toquen, nos damos una palmadita en la mano. —Hace lo que le digo y vuelve a sonreír—: Ésta es la contraseña de amistad
entre mi sobrina y yo. Ahora será la nuestra también, ¿quieres?
Asiente, sonríe, y yo estoy a punto de saltar de felicidad. Una tregua. Tengo una tregua con Flyn. Y cuando creo que nada mejor puede pasar, dice:
—Gracias por dormir anoche conmigo.
Me encojo de hombros para quitarle importancia a eso.
—¡Ah, no!, gracias a ti por dejarme meterme en tu cama.
Él sonríe y comenta:
—A ti no te dan miedo los truenos. Lo sé. Tú eres mayor.
Eso me hace reír. ¡Qué listo que es el jodío!
—¿Sabes, Flyn? Cuando yo era pequeña, también tenía miedo a los truenos y a los rayos. Cada vez que había una tormenta, yo era la primera en meterme en la cama de mis padres. Pero mi mamá me enseñó que no hay que tener miedo a las inclemencias del tiempo.
—¿Y cómo te enseño tu mamá?
Sonrío. Pensar en mamá, en su cariñosa mirada, en sus manos calentitas y en su sonrisa perpetua me hace decir:
—Me decía que cerrara los ojos y pensara en cosas bonitas. Y un día me compró una mascota. Le llamé Calamar. Fue mi primer perro. Mi superamigo y mi supermascota. Cuando había tormentas, Calamar se subía conmigo a la cama, y el verme acompañada por él me hizo valiente. Ya no necesitaba ir a la cama de mis padres. Calamar me protegía y yo lo protegía a él.
—¿Y dónde está Calamar?
—Murió cuando yo tenía quince años. Está con mamá en el cielo.
Esta revelación de mi madre le sorprende. Omito mencionar a Curro, o todo parecería muy cruel.
—Sí Flyn, mi mamá murió como la tuya. Pero ¿sabes? Ella junto a Calamar desde el cielo me dan fuerzas para que no tenga miedo a nada. Y estoy segura de que tu mamá hace lo mismo contigo.
—¿Tú crees?
—¡Oh, sí!, claro que lo creo.
—Yo no me acuerdo de mi mamá.
Su tristeza me conmueve, y respondo:
—Normal, Flyn. Eras muy pequeño cuando se fue.
—Me hubiera gustado conocerla.
Su pena es mi pena, e incapaz de no profundizar en el tema, murmuro:
—Creo que podrías conocerla a través de los ojos de las personas que la quisieron, como son tu abuela Sonia, la tía Marta y PETER. Hablar con ellos de tu mamá sería recordarla y saber cosas de ella. Estoy segura de que tu abuela estaría encantada de contarte cientos de cosas de tu mamá.
—¿Sonia?
—Sí.
—Ella siempre está muy ocupada —protesta el niño.
—Es lógico, Flyn. Si tú no dejas que ella te cuide ni te mime, tiene que seguir con su vida. Las personas no pueden quedarse sentadas a esperar a que otras las quieran; tienen que continuar viviendo, aunque en su corazón te añoren todos los días. Por cierto, ¿por qué la llamas por su nombre y no abuela?
El crío se encoge de hombros y piensa la respuesta durante un momento.
—No lo sé. Me imagino que es porque su nombre es Sonia.
—¿Y no te gustaría llamarla abuela? Yo estoy segura de que a ella le emocionaría mucho que la llamaras así. Llámala un día por teléfono y vete con ella a merendar, a comer, a cenar. Pídele que te cuente cosas de tu mamá, y estoy convencida de que te darás cuenta de lo importante que eres tú para ella y para tu tía Marta.
El crío asiente. Silencio. Pero de pronto dice:
—Yo moví la coca-cola para que te saltara en la cara el otro día.
Recordarlo me hace reír. ¡Será cabronazo! Pero dispuesta a no tenerle nada en cuenta, asevero:
—Me lo imaginaba.
—¿Te lo imaginabas?
—Sí.
—¿Y por qué no dijiste nada al tío PETER?
—Porque yo no soy una chivata, Flyn. —Y, al ver cómo me mira, le toco su oscuro cabello, y añado—: Pero eso ya no importa. Lo importante es que a partir de ahora intentaremos llevarnos bien y ser amigos, ¿te parece buena idea?
Asiente. Pone su pulgar ante mí y volvemos a hacer nuestro saludo. Yo sonrío.
Sus ojos recorren la habitación con curiosidad y veo que se detienen continuamente en algo que está a la derecha. Con disimulo miro y veo que se trata del skateboard y mis patines. Y sin demora, pregunto:
—Te gustaría aprender a usar el skate o a patinar, ¿verdad? —Flyn no responde, y cuchicheo—: Será algo entre tú y yo. Tu tío, de momento, no tiene por qué enterarse. Aunque tarde o temprano, a riesgo de que nos mate, se lo diremos, ¿vale? ¿Quieres que te enseñe?
Su gesto cambia y acepta. ¡Lo sabía!
Sabía que Flyn quería aprender cosas nuevas. Rápidamente me levanto del suelo. Él lo hace también. Voy hasta donde está el skate y lo pongo en el suelo. Me subo sobre él y le demuestro que sé utilizarlo.
—¿Yo puedo hacer eso también?
Paro, me bajo y digo:
—Pues claro, cielo. —Y guiñándole el ojo, murmuro—: Te enseñaré a hacer cosas que cuando las vea cierta niña rubia de tu cole no podrá dejar de mirarte.
Flyn se pone colorado.
—¿Cómo se llama? —pregunto con complicidad.
—Laura.
Encantada por el momento tan estupendo que estoy viviendo con el niño, le tomo de los hombros y afirmo:
—Te aseguro que en unos meses Laura y esa pandilla de macarras de tu cole van a flipar cuando vean cómo manejas el skate.
El pequeño asiente. Le miro y digo:
—Vamos..., prueba. Primero, sube un pie en el skate y nota cómo se mueve.
Flyn me hace caso. Yo le cojo las manos y, en cuanto el pequeño pone el pie sobre el skate se escurre. Asustado, me mira y yo intento tranquilizarlo:
—Punto uno: nunca lo utilices sin estar yo delante. Punto dos: para no hacerse daño hay que usar rodilleras, coderas y casco. Punto tres, y muy importante: ¿confías en mí?
Hace un gesto afirmativo y me emociono.
De pronto, se oye el ruido de un coche. Miro por la ventana y veo que es PETER que
entra en el garaje. Sin necesidad de decir nada, el crío deja el skate donde estaba y se sienta junto a mí de nuevo en el suelo. Disimulamos. Dos minutos después, la puerta de la habitación se abre, y PETER, al vernos a los dos en el suelo sentados, pregunta sorprendido:
—¿Ocurre algo?
Flyn se levanta y abraza a su tío.
—LALI me ha ayudado a aprender una cosa del colegio.
PETER me mira. Yo asiento. El pequeño se marcha. Yo me levanto. Me acerco a mi alemán favorito y, agarrándole de la cintura, murmuro:
—Como verás, cualquier día consigo ese besito de tu sobrino.
PETER, asombrado como nunca antes, sonríe. Me coge entre sus brazos, y con cuidado de no darme en la barbilla, susurra buscando mi boca:
—De momento, pequeña, mi beso ya lo tienes.
—Buenos días, mi amor.
Sorprendido, me mira y pregunta:
—¿Qué hora es?
Con curiosidad, vuelvo a mirar el reloj y respondo:
—Casi las nueve.
PETER me mira, me mira y me mira, y al ver su gesto, inquiero:
—¿Qué ocurre?
Pasa su mano por mi pelo y lo retira de mi cara.
—¿Te encuentras bien?
Me desperezo y respondo:
—Sí, cariño, no te preocupes.
PETER se sienta en la cama, y yo hago lo mismo. Después, lo veo que se dirige al lavabo y tras estirarme lo sigo. Pero cuando entro en el baño y me veo reflejada en el espejo, grito:
—¡Dios mío, soy un monstruo!
Mi cara es una paleta de colores. Bajo los ojos, tengo unos cercos rojos y verdes que me dejan sin palabras. Mi chico me sujeta por la cintura y me sienta en la taza del váter. Ver mi horrible aspecto me ha dejado sin habla y, horrorizada, murmuro:
—¡Ay, Dios!, pero si sólo me di contra la nieve.
—Te debiste de dar un buen golpe, pequeña.
Lo sé. Me di contra el muro antes de caer a la nieve. Ahora lo recuerdo con más claridad.
PEER me tranquiliza. Miles de palabras cariñosas salen de su boca y, al final, recuerdo lo que me avisó el médico: moratones. Consciente de que nada puedo hacer contra esto, me levanto y me miro en el espejo. PETER está a mi lado. No me suelta. Resoplo. Muevo la cabeza hacia los lados y musito:
—Estoy horrible.
PETER besa mi cuello. Me agarra por detrás y, apoyando su barbilla en mi cabeza, dice:
—Tú no estás horrible ni queriendo, cariño.
Eso me hace sonreír. Mi pinta es desastrosa. Soy la antítesis de la belleza, y el tío más esplendoroso del mundo me acaba de demostrar su cariño y su amor. Al final, decido ser práctica y me encojo de hombros.
—La parte buena de esto es que en unos días pasará.
Mi Iceman sonríe, y yo me lavo los dientes mientras él se ducha. Cuando acabo me siento en la taza del váter a observarlo. Me encanta su cuerpo. Grande, fuerte y sensual. Recorro sus muslos, su trasero y suspiro al ver su pene. ¡Oh, Dios! Lo que me hace disfrutar. Cuando sale de la ducha coge la toalla que le doy y se seca. Divertida, alargo mi mano y le toco el pene. PETER me mira y, echándose hacia atrás, asegura:
—Pequeña, no estás tú hoy para muchos trotes.
Suelto una carcajada. Tiene razón. Durante un rato lo observo mientras que mi mente calenturienta vuela e imagina. Mi cara es tal que PETER pregunta:
—¿Qué piensas?
Sonrío...
—Vamos, pequeña viciosilla, ¿qué piensas?
Divertida por su comentario, inquiero:
—¿Nunca has tenido ninguna experiencia con un hombre?
Levanta una ceja. Me mira y afirma:
—No me van los hombres, cariño. Ya lo sabes.
—A mí no me van las mujeres tampoco —aclaro—. Pero reconozco que no me importa que jueguen conmigo en ciertos momentos.
Mi Iceman sonríe y, secándose, indica:
—A mí sí me importa que un hombre juegue conmigo.
Ambos nos reímos.
—¿Y si yo deseo ofrecerte a un hombre?
PETER se paraliza, me escruta con la mirada y responde:
—Me negaría.
—¿Por qué? Se trata sólo de un juego. Y tú eres mío.
—LALI, te he dicho que no me van los hombres.
Cabeceo y sonrío, pero no estoy dispuesta a callar.
—A ti te excita ver cómo una mujer mete su boca entre mis piernas, ¿verdad?
—Sí, mucho, pequeña.
—Pues a mí me gustaría ver a un hombre con su boca entre tus piernas.
Sorprendido, me mira y pregunta:
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente, señor LANZANI. —Y al ver cómo me mira, añado—: Las mujeres no me van, pero por ti, por tu placer de mirar, he experimentado lo que es que una mujer juegue conmigo, y reconozco que tiene su morbo. Y la verdad, me gustaría que un hombre te hiciera eso mismo a ti. Que metiera su cabeza entre tus piernas y...
—No.
Me levanto y le abrazo por la cintura.
—Recuerda, cariño: tu placer es mi placer y nosotros los dueños de nuestros cuerpos. Tú me has enseñado un mundo que desconocía. Y ahora yo quiero, anhelo y deseo besarte, mientras un hombre te...
—Bueno, ya hablaremos de ello en otro momento —me corta.
Me empino, le doy un beso en los labios y murmuro:
—Por supuesto que hablaremos de esto en otro momento. No lo dudes.
PETER sonríe y menea la cabeza. Luego se anuda la toalla alrededor de la cintura y suelta mientras me coge en brazos:
—¿Sabes, morenita? Comienzas a asustarme.
Después de comer, PETER se marcha a la oficina. Me promete que regresará en un par de horas. Antes de irse, me prohíbe salir a la nieve, y yo me río. Marta, que está todavía aquí, también se marcha, y Sonia, al saber lo ocurrido llama angustiada, aunque al hablar conmigo se tranquiliza.
Simona está preocupada. Vemos juntas nuestro culebrón, pero me mira continuamente el rostro. Yo intento hacerle ver que estoy bien. Ese día, a Esmeralda Mendoza, el malo de Carlos Alfonso Halcones de San Juan, al no conseguir el amor verdadero de la joven, le quita su bebé. Se lo da a unos campesinos para que se lo lleven y lo hagan desaparecer. Simona y yo, horrorizadas, nos miramos. ¿Qué va a pasar con el pequeño Claudito Mendoza? ¡Qué disgusto tenemos!
Cuando Flyn regresa del colegio, yo estoy en mi cuarto. Estoy sentada en la mullida alfombra hablando por el Facebook con un grupo de amigas. Nos denominamos las Guerreras Maxwell, y todas tenemos un punto de locura y diversión que nos encanta.
—¿Puedo pasar?
Es Flyn. Su pregunta me sorprende. Él nunca pregunta. Asiento. El pequeño entra, cierra la puerta y, al levantar mi rostro hacia él, veo que se queda blanco en décimas de segundo. Se asusta. No esperaba verme la cara de mil colores.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Pero tu cara...
Al recordar mi rostro sonrío e, intentando quitarle importancia, cuchicheo:
—Tranquilo. Es una acuarela de colores, pero estoy bien.
—¿Te duele?
—No.
Cierro el portátil, y el crío vuelve a preguntar:
—¿Puedo hablar contigo?
Sus palabras y, en especial su interés, me conmueven. Esto es un gran avance, y respondo:
—Por supuesto. Ven. Siéntate conmigo.
—¿En el suelo?
Divertida, me encojo de hombros.
—De aquí seguro que no nos caemos.
El pequeño sonríe. ¡Una sonrisa! Casi aplaudo.
Se sienta frente a mí y nos miramos. Durante más de dos minutos nos observamos sin hablar. Eso me pone nerviosa, pero estoy decidida a aguantar su mirada achinada el tiempo que haga falta como aguanto en ocasiones la de su tío. ¡Vaya dos! Al final, el niño dice:
—Lo siento, lo siento mucho. —Se le llenan los ojos de lágrimas y murmura—: ¿Me perdonas?
Me conmuevo. El duro e independiente Flyn ¡está llorando! No puedo ver llorar a nadie. Soy una blanda. ¡No puedo!
—Claro que te perdono, cielo, pero sólo si dejas de llorar, ¿de acuerdo? —Asiente, se traga las lágrimas y, para quitarle parte de la culpa que siente, digo—: También fue culpa
mía. No me tenía que haber subido al muro y...
—Fue sólo mi culpa. Yo cerré las puertas y no te dejé entrar. Estaba enfadado, y yo..., yo... lo que hice está muy mal, y comprenderé que el tío PETER me mande al internado que dicen Sonia y Marta. Me lo advirtió la última vez, y yo le he vuelto a decepcionar.
El dolor y el miedo que veo en sus ojos me destrozan. Flyn no va a ir a ningún internado. No lo voy a permitir. Su inseguridad me da de lleno en el corazón y respondo:
—No se va a enterar porque ni tú ni yo se lo vamos a contar, ¿de acuerdo?
Esa reacción mía Flyn no la espera y, sorprendido, me mira.
—¿No le has contado al tío lo que ha ocurrido?
—No, cielo. Simplemente le he dicho que estaba yo en la nieve, me resbalé y caí.
De pronto, me acuerdo de mi padre. Acabo de sorprender a Flyn, y eso lo debilita. Sonrío. Los hombros del pequeño se relajan. Le acabo de quitar un peso de encima.
—Gracias, ya me veía en el internado.
Su sinceridad me hace sonreír.
—Flyn, me tienes que prometer que no volverás a comportarte así. Nadie quiere que vayas a un internado. Eres tú el que parece, con tus actos, que lo desea, ¿no te das cuenta? —No responde, y pregunto—: ¿Qué ocurrió el otro día en el colegio?
—Nada.
—¡Ah, no, jovencito! ¡Se acabaron los secretos! Si quieres que yo confíe en ti, tú tendrás que confiar en mí y contarme qué narices pasa en el colegio y por qué dicen que tú has comenzado una pelea cuando no creo que sea así.
Él cierra los ojos, calibrando las consecuencias de lo que me va a decir.
—Robert y los otros chicos me empezaron a insultar. Como siempre, me llamaron chino de mierda, gallina, miedica. Ellos se mofan de mí porque no sé hacer nada de lo que ellos hacen con el skateboard, la bicicleta o los patines. Intenté no hacerles caso como siempre, pero cuando George me tiró al suelo y comenzó a darme puñetazos, agarré su skate y se lo estampé en la cabeza. Sé que no lo tenía que haber hecho, pero...
—¿Esas cosas te dicen esos sinvergüenzas?
Flyn asiente.
—Tienen razón. Soy un torpe.
Maldigo a PETER en silencio. Él, con sus miedos a que ocurran cosas, está provocando todo esto. El crío susurra:
—Los profes no me creen. Soy el bicho raro de la clase. Y como no tengo amigos que me defiendan, siempre cargo con las culpas.
—¿Y tu tío no te cree tampoco?
Flyn se encoge de hombros.
—Él no sabe nada. Cree que me meto en problemas porque soy conflictivo. No quiero que sepa que esos chicos se mofan de mí porque soy cobarde. No quiero decepcionarlo.
Eso me duele. No es justo que Flyn cargue con aquello y PETER no lo sepa. Tengo que hablar con él. Pero centrándome en el niño le cojo el óvalo de la cara y murmuro:
—El que le dieras a ese chico con el skate en la cabeza no estuvo bien, cielo. Lo entiendes, ¿verdad? —El pequeño asiente, y dispuesta a ayudarlo sigo—: Pero no voy a consentir que nadie más te vuelva a insultar.
Sus ojitos de pronto se avivan. Me acuerdo de mi sobrina.
—Pon tu pulgar contra el mío. Y una vez que se toquen, nos damos una palmadita en la mano. —Hace lo que le digo y vuelve a sonreír—: Ésta es la contraseña de amistad
entre mi sobrina y yo. Ahora será la nuestra también, ¿quieres?
Asiente, sonríe, y yo estoy a punto de saltar de felicidad. Una tregua. Tengo una tregua con Flyn. Y cuando creo que nada mejor puede pasar, dice:
—Gracias por dormir anoche conmigo.
Me encojo de hombros para quitarle importancia a eso.
—¡Ah, no!, gracias a ti por dejarme meterme en tu cama.
Él sonríe y comenta:
—A ti no te dan miedo los truenos. Lo sé. Tú eres mayor.
Eso me hace reír. ¡Qué listo que es el jodío!
—¿Sabes, Flyn? Cuando yo era pequeña, también tenía miedo a los truenos y a los rayos. Cada vez que había una tormenta, yo era la primera en meterme en la cama de mis padres. Pero mi mamá me enseñó que no hay que tener miedo a las inclemencias del tiempo.
—¿Y cómo te enseño tu mamá?
Sonrío. Pensar en mamá, en su cariñosa mirada, en sus manos calentitas y en su sonrisa perpetua me hace decir:
—Me decía que cerrara los ojos y pensara en cosas bonitas. Y un día me compró una mascota. Le llamé Calamar. Fue mi primer perro. Mi superamigo y mi supermascota. Cuando había tormentas, Calamar se subía conmigo a la cama, y el verme acompañada por él me hizo valiente. Ya no necesitaba ir a la cama de mis padres. Calamar me protegía y yo lo protegía a él.
—¿Y dónde está Calamar?
—Murió cuando yo tenía quince años. Está con mamá en el cielo.
Esta revelación de mi madre le sorprende. Omito mencionar a Curro, o todo parecería muy cruel.
—Sí Flyn, mi mamá murió como la tuya. Pero ¿sabes? Ella junto a Calamar desde el cielo me dan fuerzas para que no tenga miedo a nada. Y estoy segura de que tu mamá hace lo mismo contigo.
—¿Tú crees?
—¡Oh, sí!, claro que lo creo.
—Yo no me acuerdo de mi mamá.
Su tristeza me conmueve, y respondo:
—Normal, Flyn. Eras muy pequeño cuando se fue.
—Me hubiera gustado conocerla.
Su pena es mi pena, e incapaz de no profundizar en el tema, murmuro:
—Creo que podrías conocerla a través de los ojos de las personas que la quisieron, como son tu abuela Sonia, la tía Marta y PETER. Hablar con ellos de tu mamá sería recordarla y saber cosas de ella. Estoy segura de que tu abuela estaría encantada de contarte cientos de cosas de tu mamá.
—¿Sonia?
—Sí.
—Ella siempre está muy ocupada —protesta el niño.
—Es lógico, Flyn. Si tú no dejas que ella te cuide ni te mime, tiene que seguir con su vida. Las personas no pueden quedarse sentadas a esperar a que otras las quieran; tienen que continuar viviendo, aunque en su corazón te añoren todos los días. Por cierto, ¿por qué la llamas por su nombre y no abuela?
El crío se encoge de hombros y piensa la respuesta durante un momento.
—No lo sé. Me imagino que es porque su nombre es Sonia.
—¿Y no te gustaría llamarla abuela? Yo estoy segura de que a ella le emocionaría mucho que la llamaras así. Llámala un día por teléfono y vete con ella a merendar, a comer, a cenar. Pídele que te cuente cosas de tu mamá, y estoy convencida de que te darás cuenta de lo importante que eres tú para ella y para tu tía Marta.
El crío asiente. Silencio. Pero de pronto dice:
—Yo moví la coca-cola para que te saltara en la cara el otro día.
Recordarlo me hace reír. ¡Será cabronazo! Pero dispuesta a no tenerle nada en cuenta, asevero:
—Me lo imaginaba.
—¿Te lo imaginabas?
—Sí.
—¿Y por qué no dijiste nada al tío PETER?
—Porque yo no soy una chivata, Flyn. —Y, al ver cómo me mira, le toco su oscuro cabello, y añado—: Pero eso ya no importa. Lo importante es que a partir de ahora intentaremos llevarnos bien y ser amigos, ¿te parece buena idea?
Asiente. Pone su pulgar ante mí y volvemos a hacer nuestro saludo. Yo sonrío.
Sus ojos recorren la habitación con curiosidad y veo que se detienen continuamente en algo que está a la derecha. Con disimulo miro y veo que se trata del skateboard y mis patines. Y sin demora, pregunto:
—Te gustaría aprender a usar el skate o a patinar, ¿verdad? —Flyn no responde, y cuchicheo—: Será algo entre tú y yo. Tu tío, de momento, no tiene por qué enterarse. Aunque tarde o temprano, a riesgo de que nos mate, se lo diremos, ¿vale? ¿Quieres que te enseñe?
Su gesto cambia y acepta. ¡Lo sabía!
Sabía que Flyn quería aprender cosas nuevas. Rápidamente me levanto del suelo. Él lo hace también. Voy hasta donde está el skate y lo pongo en el suelo. Me subo sobre él y le demuestro que sé utilizarlo.
—¿Yo puedo hacer eso también?
Paro, me bajo y digo:
—Pues claro, cielo. —Y guiñándole el ojo, murmuro—: Te enseñaré a hacer cosas que cuando las vea cierta niña rubia de tu cole no podrá dejar de mirarte.
Flyn se pone colorado.
—¿Cómo se llama? —pregunto con complicidad.
—Laura.
Encantada por el momento tan estupendo que estoy viviendo con el niño, le tomo de los hombros y afirmo:
—Te aseguro que en unos meses Laura y esa pandilla de macarras de tu cole van a flipar cuando vean cómo manejas el skate.
El pequeño asiente. Le miro y digo:
—Vamos..., prueba. Primero, sube un pie en el skate y nota cómo se mueve.
Flyn me hace caso. Yo le cojo las manos y, en cuanto el pequeño pone el pie sobre el skate se escurre. Asustado, me mira y yo intento tranquilizarlo:
—Punto uno: nunca lo utilices sin estar yo delante. Punto dos: para no hacerse daño hay que usar rodilleras, coderas y casco. Punto tres, y muy importante: ¿confías en mí?
Hace un gesto afirmativo y me emociono.
De pronto, se oye el ruido de un coche. Miro por la ventana y veo que es PETER que
entra en el garaje. Sin necesidad de decir nada, el crío deja el skate donde estaba y se sienta junto a mí de nuevo en el suelo. Disimulamos. Dos minutos después, la puerta de la habitación se abre, y PETER, al vernos a los dos en el suelo sentados, pregunta sorprendido:
—¿Ocurre algo?
Flyn se levanta y abraza a su tío.
—LALI me ha ayudado a aprender una cosa del colegio.
PETER me mira. Yo asiento. El pequeño se marcha. Yo me levanto. Me acerco a mi alemán favorito y, agarrándole de la cintura, murmuro:
—Como verás, cualquier día consigo ese besito de tu sobrino.
PETER, asombrado como nunca antes, sonríe. Me coge entre sus brazos, y con cuidado de no darme en la barbilla, susurra buscando mi boca:
—De momento, pequeña, mi beso ya lo tienes.
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