A las seis y media de la mañana me despierto y oigo a PETER en el
baño. Quiero darle un beso antes de que se marche, pero tengo
tanto sueño que esperaré a que termine de asearse. Pero cuando
me despierto son las diez y media de la mañana y sólo puedo
musitar:
—Joderrrrrrrrrrrrrr.
Tumbándome de nuevo en la maravillosa y enorme cama
que comparto con mi amor, cojo mi móvil y tecleo:
¿Todo bien?
Me preocupo por mi chico tanto como él se preocupa por mí.
Y un minuto después recibo la contestación:
Cuando esté contigo, todo volverá a estar bien.
Te quiero
Sonrío como una boba, me revuelco en la cama y disfruto de
su aroma en las sábanas. Holgazaneo un poco y después abro el
Facebook en mi portátil y subo una foto de PETER y mía en la
playa. Dos segundos después, mi muro se llena de comentarios
de mis amigas las guerreras. Divertida, leo cosas como:
«¡Cómete a tu marido!» «¡Si tú no lo quieres, dámelo a mí!» O
aquello otro de «¡Quiero un PETER en mi vida!».
Me río. Las guerreras, esas amigas que un día conocí a través
de una red social, están felices por mi boda y no paran de
bromear sobre mi luna de miel. ¿Será que me envidian?
Tras una ducha fresquita, decido llamar a mi padre. Quiero
hablar con él. Miro el reloj y calculo la diferencia horaria. En
España es de madrugada, pero sé que él ya está levantado. Le
pasa como a PETER, duerme poco.
Me siento en la cama, marco el número, se oyen dos timbrazos
y, cuando descuelgan, digo:
—Orale, papitooooooooooo. ¡Buenasssssssss!
Al reconocer mi voz, mi padre suelta una carcajada.
—Hola, vida mía. ¿Cómo está mi morenita?
—Bien, papá, ¡todo genial! —Y tras oírlo reír, añado—: Esto
es una pasada y me lo estoy pasando genial con PETER.
—Me encanta saberlo, bonita.
—En serio, papá, tienes que animarte y venir. Deberías
decirle al Bicharrón y al Lucena que el próximo viaje lo tenéis
que hacer aquí. Os va a encantar.
Mi padre suelta una carcajada.
—Ojú, morenita, ¡al Lucena no lo sacamos de España ni jarto
vino tinto! Fue a tu boda a Alemania sólo porque eras tú. ¡No te
digo más!
—¿Tan mal lo pasó en el viaje?
—No, hija, lo pasó muy bien. Pero lleva muy mal el tema de
la comida. Según él, ¡como en su casa no se come en ningún
lado!
—Pues haz el viaje con el Bicharrón y su mujer, ¡seguro que
les encanta!
—Eso sí... a ésos seguro que les gusta.
Hablamos durante un buen rato. Le cuento mil cosas y me
cuenta cómo va todo. Está algo preocupado por la crisis. Ha tenido
que despedir a uno de sus mecánicos y eso a mi padre se le
ha clavado en el corazón. Cuando consigo que sonría de nuevo,
pregunto:
—¿Flyn se está portando bien?
—Como una malva, y menuda niñera que es para Lucía. ¡Se
la come a besos! —Yo sonrío al imaginarlo y él prosigue—: En
serio, cariño, se está divirtiendo mucho con los muchachos de la
urbanización y con Luz. ¡Vaya camarilla más peligrosa forman
esos dos! Por cierto, no veas lo que le gusta al jodío el jamoncito.
Y tiene buen paladar. No le des jamón corrientito, que rápidamente
me mira y dice: «Manuel, ¿este jamón es del malo?».
—¡No me digas!
—Ya te digo. Y el salmorejo de la Pachuca, ¡ojú!, lo tiene
loquito. —Yo me río—. No hay vez que no entremos en el bar
que el muchachillo no pida un salmorejo. Y lo dicho, con Luz lo
pasa genial. Le ha enseñado a montar en bici y...
—Por Dios, papá, a ver si le va a pasar algo —digo
preocupada.
Por favorrrrrrrr, acabo de hablar como PETER.
—Tranquila, hija..., el muchacho es duro y, aunque se ha
dado dos buenos porrazos contra la verja...
—Papááááááááááááá...
—Nada importante, mujer. Es un niño. Por un par de
chichones y arañazos no le pasa nada. Eso sí..., tendrías que
verlo cómo maneja la bici.
Sonrío al imaginármelos. Luz y Flyn, ¿quién lo iba a decir?
Aún recuerdo la primera vez que se vieron y mi pizpireta
sobrina me preguntó: «¿Por qué no me habla el chino?». Pero
sorprendentemente, luego se han conocido y son tal para cual.
Tanto como para que Flyn exigiera irse a Jerez durante el
tiempo de nuestra luna de miel.
—¿Y CANDE? —pregunto, para cambiar de tema.
—Tu hermana me tiene frito, hija.
Yo sonrío y lo compadezco. Cuando mi hermana regresó a
España tras mi boda, decidió marcharse un tiempo a Jerez con
mi padre. Yo le ofrecí la casa que PETER me regaló, para que
viviese allí con las niñas, pero ni mi padre ni ella aceptaron.
Quieren estar juntos.
—Vamos a ver, papá, ¿qué ocurre con CANDE?
—Tu hermana... me está descabalando la vida. ¿Te puedes
creer que se hizo la dueña del mando del televisor? —Yo me río
y él añade—: Estoy harto de ver programas de cotilleo,
culebrones y chismes del corazón. ¿Cómo le pueden gustar tanto
esas tonterías?
Sin saber qué responder, voy a decir algo cuando él añade:
—Y que sepas que ha dicho que cuando vengáis a recoger a
Flyn tras el viaje de novios, va a hablar con PETER para que le
busque un trabajo. Según ella, tiene que comenzar su vida de
nuevo y sin trabajar no lo puede hacer. Y, por supuesto, luego
están las llamadas de AGUSTIN.
—¡¿AGUSTIN?! ¿Qué quiere el imbécil ese ahora?
—Según tu hermana, sólo ver cómo están las niñas y hablar
con ella.
—¿Tú crees que quiere volver con él?
Oigo que mi padre resopla y finalmente responde:
—No, eso gracias al Cristo lo tiene claro.
Saber de esas llamadas no me hace ni pizca de gracia. El
atontado de mi ex cuñado abandonó a mi hermana estando ella
embarazada, para vivir su vida loca. Sólo espero que Raquel sea
lista y no se deje embaucar por ese lobo con piel de cordero.
Intentando no hablar más de ese tema, que sé que a mi
padre le preocupa, añado:
—En cuanto a lo de que quiere trabajar, papá, lo siento, pero
en eso le doy la razón.
—Pero vamos a ver, morenita, con lo que yo gano puedo
mantenerlas a ella y a las niñas. ¿Por qué quiere trabajar?
Convencida de que entiendo a mi hermana y también a mi
padre, digo:
—Escucha, papá, estoy segura de que CANDE contigo es muy
feliz y te agradece todo lo que puedas hacer por ella. Pero su
intención no es quedarse en Jerez y tú lo sabes. Cuando lo hablamos,
ella te dijo que sería algo momentáneo y...
—Pero ¿qué hace ella sola en Madrid con las niñas? Aquí
estaría conmigo, yo la cuidaría y sabría que las tres están bien.
Sin poder evitarlo, sonrío. Mi padre es tan súperprotector
como PETER y, conciliadora, añado:
—Papá... CANDE tiene que volver a vivir. Y si se queda contigo
en Jerez, tardará más en retomar su vida. ¿No lo entiendes?
Mi padre es el ser más bueno y generoso que hay en el
mundo y lo entiendo. Pero también comprendo a mi hermana.
Ella quiere salir adelante y, conociéndola, sé que lo conseguirá.
Eso sí, espero que no con AGUSTIN.
Tres cuartos de hora más tarde, tras despedirme de mi
padre, me lleno el estómago en el bufet libre. Todo está
riquísimo y me pongo morada no, ¡lo siguiente! Cuando termino,
con mi biquini verde fosforito que me hace más morena,
me encamino hacia la playa. Una vez allí, busco una hamaca
libre con sombrilla y, cuando la veo, me dijo hacia ella y me
tumbo.
¡Me encanta el sol!
Saco mi iPod, me pongo los auriculares, le doy al play y mi
amado Pablo Alborán canta:
Si un mar separa continentes, cien mares nos separan a los
dos.
Si yo pudiera ser valiente, sabría declararte mi amor...
que en esta canción derrite mi voz.
Así es como yo traduzco el corazón.
Me llaman loco, por no ver lo poco que dicen que me das.
Me llaman loco, por rogarle a la luna detrás del cristal.
Me llaman loco, si me equivoco y te nombro sin querer.
Me llaman loco, por dejar tu recuerdo quemarme la piel.
Loco... loco... loco... loco... locoooooooooooooo.
Canturreo, mientras miro cómo las olas vienen y van.
¡Qué maravillosa canción para escuchar contemplando el
mar!
Feliz por el momento que disfruto, abro mi libro y sonrío. En
ocasiones, soy capaz de leer y canturrear. Algo raro, pero que yo
puedo hacer. Pero veinte minutos más tarde, cuando Pablo
canta La vie en rose, los párpados me pesan y la maravillosa
brisa me hace cerrar el libro. Sin darme cuenta, me tiro en plancha
a los brazos de Morfeo. No sé cuánto tiempo he dormido,
cuando de pronto oigo:
—Señorita... señorita...
Abro los ojos. ¿Qué ocurre?
Sin entender qué pasa, me quito los auriculares, y un
camarero que está delante de mí con una encantadora sonrisa
me tiende un cóctel Margarita y dice:
—De parte del caballero de la camisa azul que está en la
barra.
Sonrío. PETER ha vuelto.
Sedienta, bebo un trago. ¡Qué rico! Pero cuando miro hacia
la barra con una más que encantadora y sensual sonrisa, me
quedo petrificada al ver que quien me ha enviado el cóctel no es
PETER.
¡Dios, qué apuro!
El caballero de la camisa azul en cuestión es un hombre de
unos cuarenta años, alto, de pelo oscuro y con un bañador a
rayas. Al ver que lo miro, sonríe y yo quiero que la tierra se me
trague.
¿Y ahora qué hago? ¿Escupo lo bebido?
Pero no dispuesta a hacer nada de eso, le doy las gracias
como bien puedo, dejo de mirarlo y abro el libro. Pero con el
rabillo del ojo observo que sonríe, se sienta en uno de los taburetes
que hay en la barra y continúa bebiendo.
Durante más de media hora, me dedico a leer, pero en realidad
no me entero de nada. El hombre me está poniendo
histérica. No se mueve, pero no deja de mirarme. Al final, cierro
el libro, me quito las gafas de sol y decido darme un chapuzón
en la playa.
El agua está fresquita y me encanta.
Camino unos metros y, cuando me llega por la cintura y veo
que viene una ola, como una sirena me lanzo hacia adelante y
me zambullo para después comenzar a nadar.
Oh, sí... Qué sensación tan maravillosa.
Cansada de nadar, finalmente me tumbo boca arriba y hago
el muerto. Estoy a punto de quitarme la parte de arriba del
biquini, pero al final no lo hago. Algo me dice que el hombre de
la barra me sigue mirando, y se podría tomar eso como una
invitación.
—Hola.
Sorprendida al oír una voz a mi lado, me sobresalto y casi
me ahogo. Unas manos desconocidas para mí rápidamente me
sujetan y, cuando consigo ponerme de pie, me sueltan. Limpiándome
la cara y la boca, parpadeo y, al ver que se trata del
hombre que lleva observándome más de una hora, pregunto:
—¿Qué quieres?
Él, con una guasona sonrisa, responde:
—De entrada que no te ahogues. Lo siento si te he asustado.
Sólo quiero platicar, linda damita.
Sin poder evitarlo, sonrío. Soy así de tonta y risueña. Su
acento mexicano es muy dulce, pero recomponiéndome, me
separo un poco de él.
—Oye, mira..., muchas gracias por la bebida, pero estoy casada
y no quiero platicar ni contigo, ni con nadie, ¿entendido?
Él asiente y pregunta.
—¿Recién casada?
Estoy a punto de mandarlo a paseo. ¿Y a él que le importa?
Respondo:
—He dicho que estoy casada, por tanto, ¿serías tan amable
de dejarme en paz antes de que me enfade y lo lamentes? Ah...,
y antes de que insistas, te diré que puedo pasar de ser una linda
damita a una bestia parda. Así pues, ¡aléjate de mí y no me
hagas enfadar!
El hombre asiente y, cuando se aleja, lo oigo decir:
—¡Mamacita, qué mujer!
Sin quitarle ojo, veo que sale del agua y se encamina directamente
hacia el bar. Allí, coge una toalla roja, se seca la cara y se
marcha. Encantada de la vida, sonrío y nado de regreso a la
orilla. Me siento en la arena y comienzo a hacer eso que tanto
me gusta: churritos sobre mis piernas.
Ensimismada, estoy cogiendo arena mojada para dejármela
caer encima, cuando veo que alguien se sienta a mi lado. Es una
niña.
Encantada, sonrío y la pequeña me dice, tendiéndome un
cubo de playa.
—¿Jugamos?
Incapaz de negarme, asiento y, mientras lo lleno de arena,
pregunto:
—¿Cómo te llamas?
Ella, con una preciosa sonrisa, me mira y responde:
—Angelly. ¿Y tú?
—LALI.
La cría sonríe.
—Tengo seis años. ¿Y tú?
Vaya... otra preguntona como mi querida sobrina Luz y, con
una sonrisa, le alboroto el pelo y, cogiendo el cubo, pregunto a
mi vez:
—¿Hacemos un castillo?
Maravillada, empiezo a jugar mientras el sol me seca. Me
estoy poniendo muy... muy morena; como diría mi padre,
¡agitaná!
Una hora más tarde, la pequeña se va con sus padres y
cuando regreso a mi hamaca, a los dos segundos un chico más
joven que yo se me acerca y, sentándose en la arena, dice en
inglés:
—Hola. Me llamo Georg, ¿estás sola?
Sin poder evitarlo, me entra la risa. Pero ¡cuánto se liga aquí!
—Hola, me llamo LALI y no, no estoy sola.
—¿Española?
—Sí. —Y, adelantándome, añado—: Seguro que te gusta la
paella y la sangría, ¿verdad?
—Oh, sí... ¿cómo lo sabes?
Divertida, sonrío. Ese acento tan característico lo conozco y,
mirándolo, pregunto:
—¿Alemán, verdad?
Boquiabierto, me mira.
—¿Cómo lo has sabido?
Me dan ganas de decirle cosas como ¡Frankfurt! ¡Audi!,
pero, divertida, respondo:
—Conozco un poco a los alemanes y su acento.
Dicho esto, cojo la crema y comienzo a dármela, cuando él
pregunta:
—¿Te pongo crema yo?
Me paro. Lo miro de arriba abajo y digo:
—No, gracias. Yo solita me la doy muy bien.
Georg asiente. Tiene ganas de hablar.
—Llevo observándote toda la mañana y nadie se ha sentado
aquí contigo excepto yo, ¿seguro que no estás sola?
—Ya te he respondido.
—He visto que has jugado con una niña y le has dado
calabazas a un tío.
Increíble, ¿ese niñato me ha estado observando todo el rato?
—Mira, Georg, no quiero ser antipática, pero ¿me puedes
decir qué narices haces observándome?
—No tengo nada mejor que hacer. Estoy de vacaciones con
mis padres y me aburro. ¿Me dejas invitarte a una copa?
—No, gracias.
—¿Seguro?
—Segurísimo, Georg.
Su insistencia y su juventud me hacen reír justo cuando me
suena el móvil. Un mensaje.
¿Ligando, señora LANZANI?
Rápidamente me muevo. Miro a mi alrededor y lo veo. PETER
está en el bar y me observa.
Le sonrío, pero él no me devuelve la sonrisa. Uy... Uy... Uy...
Por su mirada sé que está pensando qué hace ese desconocido
a mi lado. Y yo, dispuesta a acabar con eso, miro al chaval y
le digo:
—¿Ves aquel hombre alto y rubio que nos mira desde el bar?
—El que nos mira con cara de mala leche —dice el
muchacho, mirando en la dirección que señala mi dedo.
Sin poder evitarlo, suelto una carcajada y asiento.
—Exacto. Pues quiero que sepas que es alemán como tú.
—¿Y qué pasa?
—Sólo que es mi marido. Y por su cara creo que no le está
gustando nada que estés a mi lado.
Su cara se contrae.
¡Pobrecito!
PETER es más grande, fornido y alto que él. Mirándome con
cara de circunstancias, Georg se levanta y murmura mientras se
aleja.
—Lo siento. Disculpa. Ya me voy. Seguro que mis padres se
están preguntando dónde estoy.
Alegre, sonrío mientras se aleja. Después miro a mi maridín,
pero él no sonríe. Pongo los ojos en blanco y le hago una seña
para que se acerque. No lo hace. Le hago un puchero y por fin
veo que la comisura derecha de la boca se le curva hacia arriba.
¡Biennnn!
Vuelvo a insistir con el dedo para que se acerque, pero al no
hacerlo, decido ir yo. Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma
irá a la montaña.
Me levanto y entonces se me ocurre algo.
Con una maquiavélica sonrisa, me quito la parte de arriba
del biquini, la dejo sobre la hamaca y, dispuesta a darle unas
buenas vistas a mi marido, camino sinuosa hasta él.
¡Qué descarada me estoy volviendo!
PETER me mira... me mira y me mira. Se me come con la vista y
yo siento un calor horroroso ante mi descaro, y mis pezones se
contraen.
Dios... cómo me pone que me mire así.
Al llegar, me pongo de puntillas, lo beso en los labios y
murmuro:
—Te echaba de menos.
Desde su altura y sin moverse, me mira. Es mi perdonavidas
particular.
—Estabas muy entretenida hablando con ese muchachito.
¿Quién era?
—Georg.
—¿Y quién es Georg?
Divertida al ver su cejo fruncido, respondo:
—Vamos a ver, cariño, Georg es un muchacho que está de
vacaciones con sus padres. Estaba aburrido y se ha sentado a
hablar conmigo. No empieces de nuevo con eso de los
depredadores.
PETER no dice nada y yo recuerdo al hombre de la camisa azul.
Madre mía... madre mía... si llega a ver que se ha metido en
el agua conmigo. Ése sí que era un depredador. Una cosa es
Georg, un muchacho demasiado joven, y otra cosa era el tipo
que me ha invitado al Margarita.
Tras unos segundos en los que Iceman me observa y yo estoy
a punto de partirme el cuello por mirarle a la cara, finalmente
sonríe y dice:
—En la habitación, en hielo, tengo algo que lleva pegatinas
rosa.
Suelto una carcajada y, sin más, corro hasta mi hamaca.
Recojo mis cosas a toda prisa y cuando llego de nuevo hasta él
con la lengua por los suelos y las tetillas al aire, PETER me coge
entre sus brazos y, tras darme un suave beso en los labios,
murmura:
—Vayamos a disfrutar, señora LANZANI.
Esa noche hay una fiesta en el hotel. Después de cenar, PETER
y yo nos sentamos cómodamente en los pufs dispuestos para
disfrutar del espectáculo. El colorido de los bailes y el sabor
mexicano están todo el rato presentes y lo paso en grande mientras
canto:
Altanera preciosa y orgullosa, no permite la quieran consolar.
Dicen que alguien ya vino y se fue, dicen que pasa las noches
llorando por él.
La bikina, tiene pena y dolor.
La bikina, no conoce el amor.
Sorprendido, PETER me mira. Sonríe y pregunta:
—¿También te sabes esta canción?
Asiento y, acercándome a él, le digo:
—Cariño, he estado en varios conciertos de Luis Miguel en
España y ¡me las sé todas!
Nos besamos. Disfrutamos el momento mientras los
mariachis cantan La bikina y cuando acaban y unos nuevos
acordes suenan, uno de los hombres vestido de charro me invita
a bailar, como a otras turistas. Yo, ni corta ni perezosa, accedo.
¡Juergas a mí!
De su mano, llego a la pista, donde el resto de los bailarines
y turistas hacen lo que pueden al son de la música y yo,
encantada de la vida, los imito. No me da vergüenza bailar, al
revés, disfruto como una loca, mientras PETER me observa y sonríe.
Se le ve tan relajado, disfruta de lo que ve y yo estoy a punto
de explotar de felicidad.
Pero de pronto, en una de mis vueltas, mis ojos se encuentran
con los del hombre que esta mañana me ha invitado a un
cóctel en la playa y me ha seguido al agua.
¡El de la camisa azul!
Madre mía... madre mía como se le ocurra abordarme otra
vez, la que se va a liar.
Me pongo nerviosa, pero ¿por qué?
Rápidamente, miro a PETER, que me guiña un ojo, y cuando
veo que el desconocido va directamente hacia él y lo saluda,
pierdo el equilibrio y si no es por el bailarín, que me sujeta de la
mano, me habría caído en plancha ante todo el público del
hotel.
A partir de ese momento, no doy pie con bola.
¡Ya no sé ni bailar!
Observo que PETER habla afablemente con el hombre y lo
invita a sentarse en mi puf.
¡Mi puf!
Unos minutos después, el baile acaba y el bailarín me acompaña
hasta mi mesa. Cuando me deja, miro a PETER, que me da un
beso y dice:
—Has bailado maravillosamente bien.
Asiento y, con una artificiosa sonrisa, voy a decir algo,
cuando añade:
—Cariño, te presento a VICTORIO, primo de Dexter. VCTORIO, ella es mi preciosa mujer, LALI.
El otro hombre, con una guasona sonrisa, me coge la mano
y, con galantería, me la besa, diciendo:
—LALI, es un placer conocerte... por fin.
—¿Por fin? —pregunta PETER, sorprendido.
Y antes de que yo pueda decir nada, VICTORIO aclara
divertido.
—Mi primo me habló muy bien de ella.
Me sonrojo.
Dios mío... Dios míoooooooo. ¿Qué le habrá contado Dexter?
Al ver mi cara, PETER sonríe. Sabe lo que pienso, cuando VICTORIO prosigue:
—Pero digo por fin, porque esta mañana intenté conocerla.
Pero güey, qué genio tiene tu mujercita. Me echó de su lado a
patadas y me advirtió que si la seguía molestando tendría problemas
muy serios con ella.
PETER suelta una carcajada. Le ha gustado oír eso, pero
descolocado porque yo no le he contado nada, me mira y yo
aclaro:
—Te dije que yo solita sé defenderme de los depredadores.
VICTORIO se carcajea y afirma:
—Oh, sí... te lo puedo asegurar, amigo. Me dio hasta miedo.
PETER se sienta en el puf, me sienta sobre él y, tras abrazarme
protector, con una guasona sonrisa pregunta.
—¿Este mexicano ha intentado ligar contigo?
Yo sonrío y el mencionado responde:
—No, güey, sólo intentaba conocer a la mujer de mi amigo.
Dexter me comentó que estabais alojados en este hotel y cuando
la vi supe que esta joven tan relinda era LALI.
PETER sonríe. VICTORIO también y, finalmente, lo hago yo
también. Todo está aclarado.
Los tres nos divertimos mientras bebemos exquisitos Margaritas
y la música suena deliciosamente en el bar. VICTORIO
es tan divertido y dicharachero como Dexter. Incluso físicamente
se parecen. Ambos son morenos y atractivos, pero a
diferencia de su primo, éste no me mira con deseo.
Hablamos... hablamos y hablamos y me entero de que nos acompañará a España y luego viajará por Europa.
Es asesor de seguridad y trabaja diseñando sistemas para
empresas.
La conversación se alarga hasta las dos de la madrugada,
cuando VICTORIO nos mira con complicidad y dice,
levantándose:
—Bueno..., me voy a dormir, para que ustedes lo pasen bien
y lo disfruten.
Yo sonrío y PETER, haciéndome levantar, pregunta, tendiéndole
la mano:
—¿Irás a la cena que ha organizado Dexter en su casa de
México?
—No lo sé —responde VICTORIO—. Me lo comentó y lo
intentaré. Si no puedo, nos vemos en el aeropuerto, ¿de
acuerdo?
PETER asiente, VICTORIO también y, tras darme dos besos
en la mejilla, se va.
Una vez nos quedamos solos, PETER acerca su boca a mi cuello
y murmura:
—Me gusta saber que has sabido defenderte tú sola de los
depredadores.
Mimosa, lo miro.
—Te lo dije cariño.
—¿Qué te parece Juan AlbertoVICTORIO ?
Al ver su mirada, levanto una ceja y pregunto:
—¿En qué sentido?
—¿Te parece sexy como hombre?
Sonrío. Creo intuir lo que pregunta y respondo:
—A mí sólo me pareces sexy tú.
—Mmmmm... me excita saberlo —susurra sobre mi boca.
Su mirada y la mía se encuentran. Estamos a escasos centímetros
el uno del otro y ya sé lo que quiere y lo deseo. Su respiración
se acelera y la mía también.
¡Vaya dos!
Sonreímos y, de pronto, siento su mano bajo mi larga falda
y, acalorada, pregunto:
—¿Qué haces?
PETER... mi PETER sonríe peligrosamente y, con un hilillo de voz,
añado:
—¿Aquí?
Asiente. Está juguetón. Y yo me acaloro.
¿Me quiere masturbar allí?
La gente a nuestro alrededor ríe, se divierte y bebe Margaritas,
mientras se oye el ruido de las olas y suena la música. Estoy
de espaldas a todo el mundo, sentada en el puf frente a mi amor
y siento que su mano llega a mi muslo. Traza circulitos y luego
llega a mi tanga.
—PETER...
—Chis...
Histérica y nerviosa, sonrío.
Madre mía... madre mía...
Con disimulo, miro a ambos lados. La gente está a lo suyo,
cuando PETER, acercándose más a mí, cuchichea juguetón:
—Pequeña, nadie nos mira.
—PETER...
—Tranquila...
Retira la fina tela de mi tanga y, rápidamente, uno de sus
dedos juguetea con mi clítoris. Cierro los ojos y mi respiración
se hace más profunda.
Oh, Dios..., adoro lo que me hace.
La sensación de lo prohibido me excita. Me excita mucho y,
cuando PETER mete uno de sus dedos en mi interior, yo jadeo y, al
abrir los ojos, me encuentro con su morbosa sonrisa.
—¿Te gusta?
Como un muñequito, asiento mientras mi estómago se
descompone en mil pedazos de gusto.
¡No quiero que pare!
Él sonríe mientras su dedo juega dentro de mí y la gente,
ajena a nuestro caliente juego, se divierte a nuestro alrededor.
¡Qué sinvergüenza es!
Pero me gusta... me gusta y me gusta y, entrando por fin al
trapo, sonrío y me muevo en busca de más profundidad y
placer.
Mi gesto de poseída lo hace resoplar.
Sí...
Lo vuelvo loco.
Sí...
Y acercando su boca a la mía, susurra, tremendamente
excitado:
—No te muevas si no quieres que se den cuenta.
Dios... Dios... Diossssssssssss, qué morboooooooooo...
¡Me va a dar algo!
Pero ¿cómo no me voy a mover?
Su manera de tocarme me incita a querer más y más y
cuando mi gesto le revela lo que pienso, PETER saca su mano de mi
humedad y mi falda, se levanta, me coge de la mano y dice:
—Vamos.
Excitada... nerviosa... y deseosa, lo sigo. ¡Lo sigo al fin del
mundo!
Me sorprendo cuando veo que no va hacia la habitación. Se
encamina hacia la playa. Una vez las luces del bar dejan de iluminarnos
y la oscuridad de la noche y la brisa nos envuelven, mi
amor me besa con desesperación.
Deseosa de tocarlo, le desabrocho la camisa y me deleito en
el cuerpo de mi marido. Suave, fibroso y ardiente.
Lo toco. Me toca.
Y el ardor de nuestros cuerpos crece a cada segundo.
Entre besos y tocamientos llegamos hasta el chiringuito de la
playa. Ese que prepara unos Margaritas estupendos por las
mañanas. Ahora está cerrado y PETER quiere jugar. Con premura,
desanuda la camisa que llevo atada a la cintura y cuando mis
pechos quedan al aire, murmura:
—Esto es lo que yo quiero...
Como un lobo hambriento, se arrodilla y me besa los
pezones. Primero uno y después otro. La camisa cae al suelo y
me quedo sólo con la falda larga. Excitada por el momento, miro
hacia el bar, donde la gente continúa divirtiéndose. Están a
escasos cien metros, pero sin importarme quién nos pueda
mirar, lo agarro del pelo y murmuro, acercando mi pecho
derecho a su boca:
—Saboréame...
Encantado, se deshace en atenciones con mi pecho, mientras
sus manos recorren mis piernas y me suben la falda lenta y pausadamente.
Cuando el pezón está duro, sin necesidad de que yo
se lo pida, PETER presta atención a mi otro pezón, mientras
susurro:
—Sí... así... así me gusta...
Enloquecido por el momento, sus manos me aprietan el
trasero y oigo cómo la tela de mi tanga se rasga. Cuando lo miro,
dice divertido:
—Esto sobra.
Suelto una carcajada, pero cuando de un tirón me baja la
falda al suelo y me quedo totalmente desnuda en el chiringuito,
mi risa se vuelve risita nerviosa.
Estoy a escasos metros de los turistas del hotel, desnuda, con
el tanga roto y dispuesta a pasarlo bien. En ese instante, una
risa de mujer que no es la mía se oye cerca de nosotros. PETER y yo
miramos y nos encontramos con que al otro lado de la barra del
chiringuito hay una mujer y un hombre en nuestra misma
situación.
No hablamos. No hace falta. Sin acercarnos los unos a los
otros, cada pareja continúa con su morboso momento.
Nos excita su presencia.
PETER me besa. Ansía mi boca como yo necesito la de él. Sus
manos agarran mis muñecas y me las sube por encima de la
cabeza. Su cuerpo aplasta el mío contra la madera del chiringuito
y noto su erección en mi estómago. Eso me excita aún
más.
Duro. Latente. Lo quiero dentro de mí cuando murmura:
—Me vuelves loco.
Sonrío. Cierro los ojos y soy inmensamente feliz.
De pronto, el gemido de la mujer hace que los dos volvamos
a mirar. Ella está ahora en el suelo, a cuatro patas, y su acompañante
la penetra desde atrás, una y otra vez.
Sin poder apartar los ojos de ese espectáculo, observo la
expresión de la mujer. Su boca, su cara, su mirada extasiada me
hacen ver lo mucho que disfruta y me acaloro más.
Mirar me gusta.
Mirar me excita.
Mirar me incita a querer jugar.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunta PETER en mi oído.
Esa pregunta me hace recordar nuestra primera visita al
Moroccio, aquel restaurante tan especial al que me llevó en
Madrid. Sonrío al recordar mi cara de horror de aquel entonces
y suspiro al imaginar mi cara en este momento. Todo es
distinto. Gracias a PETER mi percepción del sexo ha cambiado y,
para mi gusto, a mejor.
Ahora soy una mujer que disfruta del sexo. Que habla de
sexo. Que juega con el sexo y que ya no lo ve como tabú.
Asiento. Su voz cargada de erotismo, unido al espectáculo
que observamos son, como poco, morbosos, mientras los gemidos
de la mujer se oyen cada vez más y las acometidas son más
duras y certeras.
Sin poder apartar la vista de eso, noto cómo PETER se suelta el
cordón de los pantalones de lino y se los quita. Me hace dar la
vuelta con rapidez y dice en mi oído:
—Ahora quiero oírte gemir a ti.
Sin más, me separa las piernas y, tras pasarme su dura erección
por las cachas del culo, baja hasta mi sexo y, tras unos
segundos en que me hace rabiar, me penetra.
Oh, sí... sí.
Su estocada es terrenal y certera. Como nos gusta a los dos.
Su duro, suave y erecto pene entra totalmente en mí y mi
húmeda vagina lo succiona y aprieta, gustosa de recibirlo.
El placer es enorme...
El calor me abrasa...
Jadeo y mi amor, mi amante, mi alemán me agarra posesivo
por la cintura, deseoso de pasarlo bien, mientras una y otra vez
me empala, arrancándome gemidos que nos vuelven locos a los
dos.
Miro hacia la derecha, observo cómo los que antes gemían
nos observan y sé que ahora soy yo la que le muestra a la otra
mujer el nivel de mi placer.
Oh sí... quiero mostrárselo.
Quiero que sepa cuánto disfruto.
La altura de PETER y su fuerza me levantan del suelo un par de
veces y yo me agarro a la madera del chiringuito, dispuesta a
que él vuelva a entrar y a salir de mí. Me gusta cómo me posee.
Una y otra vez lo hace. Lo disfruto. Lo disfruta. Lo disfrutan
los extraños, hasta que mis fuerzas desfallecen, mi cuerpo se
vuelve gelatina y me dejo ir con un gustoso gemido. PETER llega
instantes después al clímax, tras un ronco jadeo.
Durante unos segundos permanecemos quietos, sin
movernos. Estamos agotados por el momento, hasta que un
movimiento nos hace regresar a la realidad y vemos que la otra
pareja se viste y, tras un saludo con la mano, se van.
PETER, aún abrazado a mí, saca su pene de mi interior. Me
besa las costillas y, cuando ve que me encojo, me da la vuelta y,
cogiéndome entre sus brazos, murmura:
—¿Te apetece un bañito en la playa?
Oh, sí... con él me apetece todo y, sin dudarlo, acepto.
Me encanta sentirlo tan natural. Tan poco envarado. Tan
poco serio.
Desnudos, felices y cogidos de la mano, corremos hasta la
playa. Al llegar, ambos nos zambullimos y, cuando nuestras
cabezas emergen del agua, mi amor me coge en brazos y después
de besarme, cuchichea:
—Cada día estoy más loco por ti, señora LANZANI.
Yo sonrío.
Como para no sonreír... babear... y gritar de felicidad.
¡Pedazo de marido que tengo!
Enrosco las piernas alrededor de su cuerpo y, cuando noto
que su erección comienza de nuevo a crecer, con gesto divertido
miro a mi insaciable, morboso y caliente esposo y susurro:
—Pídeme lo que quieras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario