Una
tarde en la que Flyn y yo patinamos en el garaje cogidos de la mano, de pronto,
la puerta mecánica comienza a abrirse. PETER llega antes de su hora. Los dos
nos quedamos paralizados.
¡Menuda
pillada, y menuda bronca que nos va a caer!
Rápidamente,
reacciono, tiro del muchacho y salimos del garaje. Pero PETER nos pisa los
talones y no sé qué hacer. No nos da tiempo a quitarnos los patines ni a llegar
a ningún sitio.
Como
una loca, abro la puerta que lleva a la piscina cubierta. El niño me mira, y yo
pregunto:
—¿Bronca,
o piscina?
No
hay nada que pensar. Vestidos y con patines nos tiramos a la piscina. Según
sacamos nuestras cabezas del agua, la puerta se abre, y PETER nos mira. Con
disimulo, los dos nos apoyamos en el borde de la piscina. Nuestros pies con los
patines sumergidos no se ven.
Asombrado,
PETER se acerca hasta nosotros y pregunta:
—¿Desde
cuándo uno se mete en la piscina con ropa?
Flyn
y yo nos miramos, reímos, y respondo:
—Ha
sido una apuesta. Hemos jugado a la Play, y el perdedor lo tenía que hacer.
—¿Y
por qué estáis los dos en el agua? —insiste, divertido, PETER.
—Porque
LALI es una tramposa —se queja Flyn—. Y como yo la he ganado, cuando se ha
tirado ella, me ha tirado a mí.
PETER
ríe. Le encanta ver el buen rollo que hay últimamente entre su sobrino y yo.
Con dulzura, dejo que me bese sin mostrar mis pies. Le doy un beso en los
labios.
—¿Cómo
está el agua? —pregunta.
—¡Estupenda!
—decimos al unísono Flyn y yo.
Encantado,
toca la cabeza mojada de su sobrino y, antes de salir por la puerta, indica:
—Poneos
un bañador si queréis seguir en el agua.
—Vamos,
cariño. ¡Anímate y ven!
Iceman
me mira, y antes de desaparecer por la puerta, contesta con gesto cansado:
—Tengo
cosas que hacer, LALI.
En
cuanto PETER cierra la puerta, nos sentamos en el borde de la piscina.
Rápidamente, nos quitamos los patines y los escondemos en un armario que hay al
fondo.
—Ha
faltado poco —murmuro, empapada.
El
pequeño ríe, yo también, y sin más nos volvemos a tirar a la piscina. Cuando
salimos
una hora después de ella, Flyn se agarra a mi cintura.
—No
quiero que te vayas nunca, ¿me lo prometes?
Emocionada
por el cariño que el niño me demuestra, le beso en la cabeza.
—Prometido.
Esa
tarde, Flyn se marcha a casa de Sonia. Según él, tiene cosas que hacer. Su
secretismos me hacen gracia. PETER está serio. No está enfadado, pero su gesto
me demuestra que le ocurre algo. Intento hablar con él y al final consigo saber
que le duele la cabeza. Eso me alarma. ¡Sus ojos! Sin decir nada se va a descansar
a nuestra habitación. No lo sigo. Quiere estar solo.
Sobre
las seis de la tarde, Susto, aburrido porque Flyn se ha llevado a Calamar,
me pide a su manera que vayamos a dar su paseo. PETER ya ha salido de
nuestra habitación y está en su despacho. Tiene mejor aspecto. Sonríe. Eso me
tranquiliza. Intento que me acompañe, que le dé el aire. Pero se niega. Al
final, desisto.
Abrigada
con mi plumón rojo, gorro, guantes y bufanda, salgo al exterior de la casa. No
hace frío. Susto corre, y yo corro tras él. Cuando traspasamos la verja
negra, comienzo a tirarle bolas de nieve. El perro, divertido, corre y corre
mientras da vueltas a mi alrededor.
Durante
un buen rato, paseamos por la carretera. La urbanización donde vivimos es
enorme y decido disfrutar de la tarde y caminar aunque ya ha anochecido. De
pronto, veo un coche parado en la cuneta. Con curiosidad me acerco. Un hombre
trajeado de unos cuarenta años habla por teléfono con el cejo fruncido.
—Llevo
esperando la jodida grúa más de una hora. Mándela ¡ya!
Dicho
esto cuelga y me mira. Yo sonrío y pregunto:
—¿Problemas?
El
trajeado asiente y, sin muchas ganas de hablar, contesta:
—Las
luces del coche.
Curiosa,
miro el coche. Un Mercedes.
—¿Puedo
echarle un ojo a su automóvil?
—¿Usted?
Ese
«¿usted?» con sonrisita de superioridad no me gusta, pero suspiro, lo miro y
respondo:
—Sí,
yo. —Y al ver que no se mueve, insisto—. No tiene nada que perder, ¿no cree?
Boquiabierto,
asiente. Susto está a mi lado. Le pido que abra el capó, y lo hace desde
el interior del coche. Una vez abierto, cojo la varilla y lo aseguro para que
no se cierre. Mi padre siempre me ha dicho que lo primero que tengo que mirar
cuando me fallan las luces del coche son los fusibles. Con la mirada, busco
dónde está la caja de fusibles en ese modelo de coche, y cuando la localizo, la
abro. Miro un par de ellos y encuentro lo que pasa.
—Tiene
un fusible fundido.
El
hombre me mira como si le estuviera explicando la teoría del calamar adobado.
—¿Ve
esto? —digo, enseñándole el fusible de color azul. El hombre asiente—. Si se
fija, verá que está fundido. No se preocupe, la luz de su coche está bien. Sólo
hay que cambiar el fusible para que la bombilla del coche vuelva a funcionar.
—Increíble
—asiente el hombre, mirándome.
¡Oh,
Dios!, cómo me gusta dejar a los hombres boquiabiertos por estas cosas.
¡Gracias, papá! Cuánto agradezco que mi padre me enseñara a ser algo más que
una princesa.
Separándome
de él, que se ha acercado más de la cuenta, pregunto:
—¿Tiene
fusibles?
Vuelvo
a darme cuenta de que no tiene ni idea de lo que le pregunto y, divertida,
insisto:
—¿Sabe
dónde tiene la caja de herramientas del coche?
El
guapo trajeado abre el portón trasero del vehículo y me entrega lo que le pido.
Bajo su atenta mirada, busco el fusible del amperaje que necesito y, tras
encontrarlo, lo introduzco donde corresponde, y dos segundos después la luz
delantera del coche vuelve a funcionar.
La
cara del tipo es increíble. Le acabo de dejar alucinado. Que una desconocida,
una mujer, se le acerque y le arregle el coche en un pispás le ha dejado
totalmente descolocado. Y acercándose a mí, dice:
—Muchas
gracias, señorita.
—De
nada —sonrío.
Me
mira con sus ojos claros y, tendiéndome la mano, dice:
—Mi
nombre es Leonard Guztle, ¿y usted es?
Le
doy la mano, y respondo:
—LALI.
LALI ESPOSITO.
—¿Española?
—Sí
—sonrío, encantada.
—Me
encantan los españoles, sus vinos y la tortilla de patatas.
Asiento
y suspiro. Éste, al menos, no ha dicho «¡olé!».
—¿Puedo
tutearla?
—Por
supuesto, Leonard.
Durante
unos segundos, siento que recorre con sus claros ojos mi cara, hasta que
pregunta:
—Me
gustaría invitarte a una copa. Después de lo que has hecho por mí, es lo mínimo
que puedo hacer para agradecértelo.
¡Vaya!,
¿está ligando conmigo?
Pero
dispuesta a cortar eso de raíz, sonrío y respondo:
—Gracias,
pero no. Llevo algo de prisa.
—¿Puedo
llevarte donde me digas? —insiste.
En
ese momento, Susto da un ladrido y corre hacia un coche que se acerca a
nosotros. Es PETER. Su mirada y la mía se cruzan, y ¡guau!, está serio. Para el
coche, se baja y, acercándose a mí, murmura tras besarme y agarrarme por la
cintura.
—Estaba
preocupado. Tardabas demasiado. —Después, mira al hombre, que nos observa, y
dice, tendiéndole la mano—. ¡Hola, Leo!, ¿qué tal?
¡Vaya,
se conocen!
Sorprendido
por la presencia de PETER, el hombre nos mira y mi chico aclara:
—Veo
que has conocido a mi novia.
Un
silencio tenso toma el lugar, y yo no entiendo nada, hasta que Leonard,
repuesto por encontrarse con PETER, asiente y da un paso atrás.
—No
sabía que LALI fuera tu novia. —Ambos cabecean, y Leonard prosigue—: Pero
quiero que sepas que ella solita me acaba de arreglar el coche.
—Venga,
ya..., si sólo te he cambiado un fusible.
Leonard
sonríe, y murmura mientras toca con su dedo la congelada punta de mi nariz:
—Has
sabido hacer algo que yo no sabía, y eso, jovencita, me ha sorprendido.
Tensión.
PETER no sonríe.
—¿Cómo
está tu madre? —pregunta el hombre.
—Bien.
—¿Y
el pequeño Flyn?
—Perfecto
—responde PETER con sequedad.
¿Qué
ocurre? ¿Qué les pasa? No entiendo nada. Al final nos despedimos. Leornard
arranca su Mercedes, encience las luces y se va. PETER, Susto y yo nos
montamos en el coche. Arranca, pero sin moverse de su sitio, pregunta:
—¿Qué
hacías con Leo a solas?
—Nada.
—¿Cómo
que nada?
—Venga,
va..., estaba sin luces en el coche y le he cambiado un fusible. Sólo he hecho
eso, no te enfades.
—¿Y
por qué has tenido que hacerlo?
Atónita
por esa absurda pregunta, murmuro:
—Pues,
PETER..., porque me ha salido así. Mi padre me ha educado de esta manera. Por
cierto, ¿de qué lo conoces?
PETER
me mira.
—Ese
imbécil al que le has arreglado el coche es Leo, el que era el novio de Hannah
cuando ocurrió todo y el que se desprendió de Flyn sin pensar en él.
¡Las
carnes se me abren!
¿Ese
idiota es quien no quiso saber de Flyn cuando Hannah murió? Si lo sé, le
arregla el fusible a ese estúpido su tía la del pueblo.
Los
ojos de PETER escupen fuego. Está muy enfadado. Con frustración por los
recuerdos que esto le trae, da un golpe al volante con las manos.
—Parecías
muy a gusto con él.
No
quiero discutir e, intentando mantener el control, murmuro:
—Oye,
cariño, yo no sabía quién era ese hombre. Solamente he sido simpática y...
—Pues
no lo seas —me corta—. A ver cuándo te das cuenta de que aquí, si eres tan simpática
con un hombre, se creen que estás ligando.
Eso
me hace sonreír. Los alemanes son algo particulares en muchas cosas, y ésa es
una de ellas.
—¿Estás
celoso?
PETER
no responde. Me mira con esos ojazos que me tienen loca. Al final, sisea:
—¿He
de estarlo?
Niego
con la cabeza mientras le doy al botón de los CD del coche y me sorprendo al
ver que PETER escucha mi música. Mientras PETER protesta y yo sonrío, Luis
Miguel canta:
Tanto
tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así,
que
yo guardo tu sabor, pero tú llevas también, sabor a mí.
¡Oh,
Dios, qué bolero más romántico!
Miro
a PETER. Su ceño fruncido me hace suspirar, y sin dejarle continuar con sus
quejas, pregunto:
—¿Estás
mejor de tu dolor de cabeza?
—Sí.
Tengo
que hacer algo. Tengo que relajarlo y hacerlo sonreír. Por ello, digo:
—Sal
del coche.
Sorprendido,
me mira y pregunta:
—¿Cómo?
Abro
la puerta del coche y repito:
—Sal
del coche.
—¿Para
qué?
—Sal
del coche, y lo sabrás —insisto.
Cuando
lo hace, da un portazo. En su línea. Antes de salir yo subo la música a tope y
dejo mi puerta abierta. Susto sale también. Después, camino hacia donde
está mi gruñón preferido y, abrazándolo, digo ante su cara de mosqueo:
—Baila
conmigo.
—¡¿Qué?!
—Baila
conmigo —insisto.
—¿Aquí?
—Sí.
—¿En
medio de la calle?
—Sí...
Y bajo la nieve. ¿No te parece romántico e ideal?
PETER
maldice. Yo sonrío. Va a darse la vuelta, pero dándole un tirón del brazo, le
exijo tras propinarle un fuerte azote:
—¡Baila
conmigo!
Duelo
de titanes. Alemania contra España. Al final, cuando arrugo la nariz y sonrío,
claudica.
¡Olé
la fuerza española!
Me
abraza. Es un momento mágico. Un instante irrepetible. Baila conmigo. Se
relaja. Cierro los ojos en los brazos de mi amor mientras la voz de Luis Miguel
dice:
Pasarán
más de mil años, muchos más.
Yo
no sé si tendrá amor la eternidad.
Pero
allá, tal como aquí, en la boca llevarás
sabor
a mí.
—Tiene
su puntillo verte celoso, cariño, pero no has de estarlo. Tú para mí eres único
e irrepetible —murmuro sin mirarlo, abrazada a él.
Noto
que sonríe. Yo lo hago también. Bailamos en silencio, y cuando la canción
termina, lo miro y pregunto:
—¿Más
tranquilo? —No responde. Sólo me observa, y añado mientras le pongo caritas—:
Te quiero, Iceman.
PETER
me besa. Devora mis labios y murmura sobre mi boca:
—Yo
sí que te quiero, cuchufleta.
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