Los
fines de semana consigo despegar al pitufo gruñón y al enfadica del sofá. Ellos
estarían todo el santo día pegados a la Wii y a la televisión. ¡Vaya dos! Vamos
al cine, al teatro, a comer hamburguesas, y veo que se lo pasan bien. ¿Por qué
siempre les cuesta tanto arrancar de casa? Alguna noche PETER me sorprende y me invita a cenar a un
restaurante. Después me lleva a una impresionante sala de fiestas, y ahí
tomamos algo mientras nos divertimos besándonos y hablando.
No
ha vuelto a comentar nada sobre nuestro suplemento sexual. Cuando hacemos el
amor en nuestra cama, nos susurramos fantasías calientes al oído que nos ponen
como una moto, pero de momento no hemos compartido sexo con nadie. ¿Tanto me
quiere para él?
Un
domingo logro que salgan a pasear. Aparcamos el coche en un parking y caminamos
hasta el Jardín Inglés, una maravilla de lugar en el centro de Múnich. Flyn no
habla conmigo, pero yo intervengo continuamente en la conversación. Le joroba,
pero al final no le queda más remedio que aceptarlo.
Por
tarde los obligo a entrar en el campo de fútbol del Bayern de Múnich. Les
horroriza la idea. Ellos son más de baloncesto. El sitio es enorme, grandioso,
y, como si yo fuera alemana, les explico que ese equipo es el que más veces ha
ganado la Bundesliga. Me escuchan, asienten, pero pasan de mí. Al final sonrío
al ver sus caras de aburrimiento y, sobre las siete y media de la tarde,
proponen ir a cenar. Me río. Yo a esta hora meriendo. Pero, consciente de que
en especial Flyn lleva horario alemán, me amoldo.
Me
llevan a un restaurante típico y aquí pruebo distintos tipos de cerveza. La
Pilsen es rubia, la Weissbier es blanca y la Rauchbier, ahumada. PETER me mira,
yo las paladeo y al final digo, haciéndole reír:
—Como
la Mahou cinco estrellas, ¡ninguna!
La
base en los platos alemanes es la harina. La emplean para hacer absolutamente
de todo. Eso me explica PETER mientras devoro una weissburst o salchicha
blanca. Está hecha de fino picado de ternera, especies y manteca. ¡Está de
muerte! Flyn, divertido por la atención que le prestamos su tío y yo,
mordisquea una rosquilla salada en forma de ocho llamada brenz. Su buen
rollo y el mío es latente, y PETER simplemente lo disfruta. Durante un buen
rato nos traen distintos platos. Aunque los alemanes cenan ligero, yo tengo
hambre y pido rábano cortado en finas rodajas y espolvoreado con sal. Me dicen
que eso se llama radi. Después nos sirven obatzda, que es un
queso preparado a base de camembert, mantequilla, cebolla y pimentón dulce. Y
en el postre, me vuelvo loca con el germknödel, un pastel relleno de
mermelada de ciruela, elaborado con azúcar, levadura, harina y leche caliente,
y servido con azúcar glas y semillas de amapolas. Vamos..., todo muy light.
Por
la noche, cuando regresamos a casa, estamos molidos. Hemos andado una
barbaridad,
y Flyn cae en la cama como un ceporro. Tumbados en el sofá del comedor mientras
vemos una película propongo bañarnos en la piscina. PETER tiene los ojos
cerrados y se niega.
—¿Te
pasa algo, cielo?
—No
—responde rápidamente.
—¿Te
duele la cabeza? —pregunto, preocupada.
Lo
miro. Él me mira. De pronto, divertido, me coge como a un saco de patatas y me
lleva hasta ella. Al llegar sólo encendemos la luz del interior de la piscina
y, cuando no lo espera, lo empujo y cae vestido al agua. Cuando saca la cabeza,
me mira, yo levanto las cejas y pregunto, risueña:
—¿No
me digas que te vas a enfadar?
Mi
risa lo hace reír a él, y más cuando vestida me tiro el agua a su lado. Eric me
agarra y, mientras me hace cosquillas, murmura:
—Morenita,
eres una chica muy traviesa.
Sé
que mis carcajadas por las cosquillas le llenan el alma y lo hacen feliz.
Durante un rato, jugamos a hacernos ahogadillas mientras nos vamos quitando la
ropa hasta quedar desnudos. Nos besamos. Nos tentamos y, finalmente, nos hacemos
el amor.
Nunca
lo he hecho hasta ahora en una piscina, pero es excitante, morboso. Y con PETER
cuchicheándome al oído cosas que sabe que me ponen cardíaca todavía más.
Tras
reponernos le propongo echar carreras en la piscina, pero es imposible. PETER
sólo quiere besarme y disfrutar de mí. Veinte minutos después, salimos del
agua. Me dirijo hacia donde sé que hay toallas, cojo dos y vuelvo a su lado.
Arropados no sentamos en una bonita hamaca color café. La cómoda hamaca es como
las que suelen estar sujetas a dos árboles, pero, en su defecto, aquí está
enganchada a dos columnas.
PETER
se deja caer a mi lado, y abrazada a él, nos movemos y parece que estamos
flotando. Besos, caricias, y cuando me quiero dar cuenta, estoy sobre él
devorándole el pene. Tumbado boca arriba disfruta de mis atenciones, mientras
jugueteo con él y le doy besos pícaros y ardientes. Adoro su pene. Adoro la
sensación de tenerlo en mi boca. Adoro su suavidad y adoro cómo PETER me toca
el pelo y me anima a chupárselo. Pero la impaciencia le puede. No se sacia
nunca. Se levanta, planta los pies en el suelo a ambos lados de la hamaca y,
dándome la vuelta, murmura en mi oreja mientras me penetra:
—Esto
por tirarme a la piscina.
—Te
voy a volver a tirar —susurro mientras lo recibo.
—Pues
te volveré a follar una y otra vez por ser una chica tan mala.
Sonrío.
Me muerde el costado mientras con pasión sus manos aprietan mi cintura y me
hace suya una y otra vez.
—Arquea
las caderas para mí... Más..., más... —exige, agarrándome del pelo.
Me
da un azote que resuena en toda la piscina. Yo jadeo. Hago lo que me pide. Me
arqueo y profundiza más en mí. Gustosa de lo que me hace, mis jadeos retumban
en la sala mientras, suspendida en la hamaca, voy y vengo ante las fuertes y
maravillosas acometidas de mi amor. Una hora después, saciados de sexo, nos
vamos a nuestra habitación. Tenemos que descansar.
Por
la mañana, cuando me levanto y bajo a la cocina, Simona me informa de que PETER
no ha ido a trabajar y que está en su despacho. Sorprendida, voy hasta donde
está él y nada más abrir la puerta y ver su rostro sé que está mal. Me asusto,
pero, cuando me acerco a él, dice:
—LALI,
no me agobies, por favor.
Nerviosa,
no sé qué hacer. Lo miro, me siento frente a él y me retuerzo las manos.
—Llama
a Marta —me pide finalmente.
Con
rapidez, hago lo que ha dicho.
Tiemblo.
Estoy
asustada.
PETER,
mi fuerte y duro Iceman, sufre. Lo veo en su rostro. En la crispación de su
gesto. En sus ojos enrojecidos. Quiero acercarme a él. Quiero besarlo. Mimarlo.
Quiero decirle que no se preocupe. Pero PETER no desea nada de eso. PETER sólo
desea que lo deje en paz. Respeto lo que necesita y me mantengo en un segundo
plano.
Media
hora después, llega Marta. Trae su maletín. Al ver mi estado, con la mirada me
pide que me tranquilice. Intento hacerlo mientras examina a su hermano con
cuidado ante mi atenta mirada. PETER no es un buen paciente y protesta todo el
rato. Está insoportable.
Marta,
sin inmutarse por sus gruñidos, se sienta frente él.
—El
nervio óptico está peor. Hay que meterte de nuevo en quirófano.
PETER
maldice. Protesta. No me mira. Sólo blasfema.
—Te
dije que esto podía pasar —indica Marta con calma—. Lo sabes. Necesitas
comenzar el tratamiento para poder hacerte el microbypass trabecular.
Oír
tal cosa me enfada. No me ha comentado en todo este tiempo absolutamente nada
de nada. Pero no quiero discutir. No es momento. Bastante tiene él ya con esto.
Pero, dispuesta a sumarme a lo que hablan, pregunto:
—¿Cuál
es el tratamiento?
Marta
lo explica. PETER no me mira, y cuando finaliza, afirmo con seguridad:
—Muy
bien, PETER. Tú dirás cuándo lo comenzamos.
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