Cuando
me despierto a la mañana siguiente me sorprendo. PETER está a mi lado dormido.
Son las ocho y media de la mañana y es la primera vez que me despierto antes
que él. Sonrío. Con curiosidad lo observo. Es guapísimo. Verlo relajado y
dormido es una de las cosas más bonitas que he contemplado en mi vida. No me
muevo. Quiero que ese momento dure eternamente. Durante un buen rato, disfruto
y me recreo, hasta que abre los ojos y me mira. Sus ojazos azules me impactan.
—Buenos
días, mi amor.
Sorprendido,
me mira y pregunta:
—¿Qué
hora es?
Con
curiosidad, vuelvo a mirar el reloj y respondo:
—Casi
las nueve.
PETER me mira, me mira y me mira, y al ver su
gesto, inquiero:
—¿Qué
ocurre?
Pasa
su mano por mi pelo y lo retira de mi cara.
—¿Te
encuentras bien?
Me
desperezo y respondo:
—Sí,
cariño, no te preocupes.
PETER
se sienta en la cama, y yo hago lo mismo. Después, lo veo que se dirige al
lavabo y tras estirarme lo sigo. Pero cuando entro en el baño y me veo
reflejada en el espejo, grito:
—¡Dios
mío, soy un monstruo!
Mi
cara es una paleta de colores. Bajo los ojos, tengo unos cercos rojos y verdes
que me dejan sin palabras. Mi chico me sujeta por la cintura y me sienta en la
taza del váter. Ver mi horrible aspecto me ha dejado sin habla y, horrorizada,
murmuro:
—¡Ay,
Dios!, pero si sólo me di contra la nieve.
—Te
debiste de dar un buen golpe, pequeña.
Lo
sé. Me di contra el muro antes de caer a la nieve. Ahora lo recuerdo con más
claridad.
PEER
me tranquiliza. Miles de palabras cariñosas salen de su boca y, al final,
recuerdo lo que me avisó el médico: moratones. Consciente de que nada puedo
hacer contra esto, me levanto y me miro en el espejo. PETER está a mi lado. No
me suelta. Resoplo. Muevo la cabeza hacia los lados y musito:
—Estoy
horrible.
PETER
besa mi cuello. Me agarra por detrás y, apoyando su barbilla en mi cabeza,
dice:
—Tú
no estás horrible ni queriendo, cariño.
Eso
me hace sonreír. Mi pinta es desastrosa. Soy la antítesis de la belleza, y el
tío más esplendoroso del mundo me acaba de demostrar su cariño y su amor. Al
final, decido ser práctica y me encojo de hombros.
—La
parte buena de esto es que en unos días pasará.
Mi
Iceman sonríe, y yo me lavo los dientes mientras él se ducha. Cuando acabo me
siento en la taza del váter a observarlo. Me encanta su cuerpo. Grande, fuerte
y sensual. Recorro sus muslos, su trasero y suspiro al ver su pene. ¡Oh, Dios!
Lo que me hace disfrutar. Cuando sale de la ducha coge la toalla que le doy y
se seca. Divertida, alargo mi mano y le toco el pene. PETER me mira y, echándose
hacia atrás, asegura:
—Pequeña,
no estás tú hoy para muchos trotes.
Suelto
una carcajada. Tiene razón. Durante un rato lo observo mientras que mi mente
calenturienta vuela e imagina. Mi cara es tal que PETER pregunta:
—¿Qué
piensas?
Sonrío...
—Vamos,
pequeña viciosilla, ¿qué piensas?
Divertida
por su comentario, inquiero:
—¿Nunca
has tenido ninguna experiencia con un hombre?
Levanta
una ceja. Me mira y afirma:
—No
me van los hombres, cariño. Ya lo sabes.
—A
mí no me van las mujeres tampoco —aclaro—. Pero reconozco que no me importa que
jueguen conmigo en ciertos momentos.
Mi
Iceman sonríe y, secándose, indica:
—A
mí sí me importa que un hombre juegue conmigo.
Ambos
nos reímos.
—¿Y
si yo deseo ofrecerte a un hombre?
PETER
se paraliza, me escruta con la mirada y responde:
—Me
negaría.
—¿Por
qué? Se trata sólo de un juego. Y tú eres mío.
—LALI,
te he dicho que no me van los hombres.
Cabeceo
y sonrío, pero no estoy dispuesta a callar.
—A
ti te excita ver cómo una mujer mete su boca entre mis piernas, ¿verdad?
—Sí,
mucho, pequeña.
—Pues
a mí me gustaría ver a un hombre con su boca entre tus piernas.
Sorprendido,
me mira y pregunta:
—¿Te
encuentras bien?
—Perfectamente,
señor LANZANI. —Y al ver cómo me mira, añado—: Las mujeres no me van, pero por
ti, por tu placer de mirar, he experimentado lo que es que una mujer juegue
conmigo, y reconozco que tiene su morbo. Y la verdad, me gustaría que un hombre
te hiciera eso mismo a ti. Que metiera su cabeza entre tus piernas y...
—No.
Me
levanto y le abrazo por la cintura.
—Recuerda,
cariño: tu placer es mi placer y nosotros los dueños de nuestros cuerpos. Tú me
has enseñado un mundo que desconocía. Y ahora yo quiero, anhelo y deseo
besarte, mientras un hombre te...
—Bueno,
ya hablaremos de ello en otro momento —me corta.
Me
empino, le doy un beso en los labios y murmuro:
—Por
supuesto que hablaremos de esto en otro momento. No lo dudes.
PETER
sonríe y menea la cabeza. Luego se anuda la toalla alrededor de la cintura y
suelta mientras me coge en brazos:
—¿Sabes,
morenita? Comienzas a asustarme.
Después
de comer, PETER se marcha a la oficina. Me promete que regresará en un par de
horas. Antes de irse, me prohíbe salir a la nieve, y yo me río. Marta, que está
todavía aquí, también se marcha, y Sonia, al saber lo ocurrido llama
angustiada, aunque al hablar conmigo se tranquiliza.
Simona
está preocupada. Vemos juntas nuestro culebrón, pero me mira continuamente el
rostro. Yo intento hacerle ver que estoy bien. Ese día, a Esmeralda Mendoza, el
malo de Carlos Alfonso Halcones de San Juan, al no conseguir el amor verdadero
de la joven, le quita su bebé. Se lo da a unos campesinos para que se lo lleven
y lo hagan desaparecer. Simona y yo, horrorizadas, nos miramos. ¿Qué va a pasar
con el pequeño Claudito Mendoza? ¡Qué disgusto tenemos!
Cuando
Flyn regresa del colegio, yo estoy en mi cuarto. Estoy sentada en la mullida
alfombra hablando por el Facebook con un grupo de amigas. Nos denominamos las
Guerreras Maxwell, y todas tenemos un punto de locura y diversión que nos
encanta.
—¿Puedo
pasar?
Es
Flyn. Su pregunta me sorprende. Él nunca pregunta. Asiento. El pequeño entra,
cierra la puerta y, al levantar mi rostro hacia él, veo que se queda blanco en
décimas de segundo. Se asusta. No esperaba verme la cara de mil colores.
—¿Te
encuentras bien?
—Sí.
—Pero
tu cara...
Al
recordar mi rostro sonrío e, intentando quitarle importancia, cuchicheo:
—Tranquilo.
Es una acuarela de colores, pero estoy bien.
—¿Te
duele?
—No.
Cierro
el portátil, y el crío vuelve a preguntar:
—¿Puedo
hablar contigo?
Sus
palabras y, en especial su interés, me conmueven. Esto es un gran avance, y
respondo:
—Por
supuesto. Ven. Siéntate conmigo.
—¿En
el suelo?
Divertida,
me encojo de hombros.
—De
aquí seguro que no nos caemos.
El
pequeño sonríe. ¡Una sonrisa! Casi aplaudo.
Se
sienta frente a mí y nos miramos. Durante más de dos minutos nos observamos sin
hablar. Eso me pone nerviosa, pero estoy decidida a aguantar su mirada achinada
el tiempo que haga falta como aguanto en ocasiones la de su tío. ¡Vaya dos! Al
final, el niño dice:
—Lo
siento, lo siento mucho. —Se le llenan los ojos de lágrimas y murmura—: ¿Me
perdonas?
Me
conmuevo. El duro e independiente Flyn ¡está llorando! No puedo ver llorar a
nadie. Soy una blanda. ¡No puedo!
—Claro
que te perdono, cielo, pero sólo si dejas de llorar, ¿de acuerdo? —Asiente, se
traga las lágrimas y, para quitarle parte de la culpa que siente, digo—:
También fue culpa
mía.
No me tenía que haber subido al muro y...
—Fue
sólo mi culpa. Yo cerré las puertas y no te dejé entrar. Estaba enfadado, y
yo..., yo... lo que hice está muy mal, y comprenderé que el tío PETER me mande
al internado que dicen Sonia y Marta. Me lo advirtió la última vez, y yo le he
vuelto a decepcionar.
El
dolor y el miedo que veo en sus ojos me destrozan. Flyn no va a ir a ningún
internado. No lo voy a permitir. Su inseguridad me da de lleno en el corazón y
respondo:
—No
se va a enterar porque ni tú ni yo se lo vamos a contar, ¿de acuerdo?
Esa
reacción mía Flyn no la espera y, sorprendido, me mira.
—¿No
le has contado al tío lo que ha ocurrido?
—No,
cielo. Simplemente le he dicho que estaba yo en la nieve, me resbalé y caí.
De
pronto, me acuerdo de mi padre. Acabo de sorprender a Flyn, y eso lo debilita.
Sonrío. Los hombros del pequeño se relajan. Le acabo de quitar un peso de
encima.
—Gracias,
ya me veía en el internado.
Su
sinceridad me hace sonreír.
—Flyn,
me tienes que prometer que no volverás a comportarte así. Nadie quiere que
vayas a un internado. Eres tú el que parece, con tus actos, que lo desea, ¿no
te das cuenta? —No responde, y pregunto—: ¿Qué ocurrió el otro día en el
colegio?
—Nada.
—¡Ah,
no, jovencito! ¡Se acabaron los secretos! Si quieres que yo confíe en ti, tú
tendrás que confiar en mí y contarme qué narices pasa en el colegio y por qué
dicen que tú has comenzado una pelea cuando no creo que sea así.
Él
cierra los ojos, calibrando las consecuencias de lo que me va a decir.
—Robert
y los otros chicos me empezaron a insultar. Como siempre, me llamaron chino de
mierda, gallina, miedica. Ellos se mofan de mí porque no sé hacer nada de lo
que ellos hacen con el skateboard, la bicicleta o los patines. Intenté
no hacerles caso como siempre, pero cuando George me tiró al suelo y comenzó a
darme puñetazos, agarré su skate y se lo estampé en la cabeza. Sé que no
lo tenía que haber hecho, pero...
—¿Esas
cosas te dicen esos sinvergüenzas?
Flyn
asiente.
—Tienen
razón. Soy un torpe.
Maldigo
a PETER en silencio. Él, con sus miedos a que ocurran cosas, está provocando
todo esto. El crío susurra:
—Los
profes no me creen. Soy el bicho raro de la clase. Y como no tengo amigos que
me defiendan, siempre cargo con las culpas.
—¿Y
tu tío no te cree tampoco?
Flyn
se encoge de hombros.
—Él
no sabe nada. Cree que me meto en problemas porque soy conflictivo. No quiero
que sepa que esos chicos se mofan de mí porque soy cobarde. No quiero
decepcionarlo.
Eso
me duele. No es justo que Flyn cargue con aquello y PETER no lo sepa. Tengo que
hablar con él. Pero centrándome en el niño le cojo el óvalo de la cara y
murmuro:
—El
que le dieras a ese chico con el skate en la cabeza no estuvo bien,
cielo. Lo entiendes, ¿verdad? —El pequeño asiente, y dispuesta a ayudarlo
sigo—: Pero no voy a consentir que nadie más te vuelva a insultar.
Sus
ojitos de pronto se avivan. Me acuerdo de mi sobrina.
—Pon
tu pulgar contra el mío. Y una vez que se toquen, nos damos una palmadita en la
mano. —Hace lo que le digo y vuelve a sonreír—: Ésta es la contraseña de
amistad
entre
mi sobrina y yo. Ahora será la nuestra también, ¿quieres?
Asiente,
sonríe, y yo estoy a punto de saltar de felicidad. Una tregua. Tengo una tregua
con Flyn. Y cuando creo que nada mejor puede pasar, dice:
—Gracias
por dormir anoche conmigo.
Me
encojo de hombros para quitarle importancia a eso.
—¡Ah,
no!, gracias a ti por dejarme meterme en tu cama.
Él
sonríe y comenta:
—A
ti no te dan miedo los truenos. Lo sé. Tú eres mayor.
Eso
me hace reír. ¡Qué listo que es el jodío!
—¿Sabes,
Flyn? Cuando yo era pequeña, también tenía miedo a los truenos y a los rayos.
Cada vez que había una tormenta, yo era la primera en meterme en la cama de mis
padres. Pero mi mamá me enseñó que no hay que tener miedo a las inclemencias
del tiempo.
—¿Y
cómo te enseño tu mamá?
Sonrío.
Pensar en mamá, en su cariñosa mirada, en sus manos calentitas y en su sonrisa
perpetua me hace decir:
—Me
decía que cerrara los ojos y pensara en cosas bonitas. Y un día me compró una
mascota. Le llamé Calamar. Fue mi primer perro. Mi superamigo y mi
supermascota. Cuando había tormentas, Calamar se subía conmigo a la
cama, y el verme acompañada por él me hizo valiente. Ya no necesitaba ir a la
cama de mis padres. Calamar me protegía y yo lo protegía a él.
—¿Y
dónde está Calamar?
—Murió
cuando yo tenía quince años. Está con mamá en el cielo.
Esta
revelación de mi madre le sorprende. Omito mencionar a Curro, o todo
parecería muy cruel.
—Sí
Flyn, mi mamá murió como la tuya. Pero ¿sabes? Ella junto a Calamar desde
el cielo me dan fuerzas para que no tenga miedo a nada. Y estoy segura de que
tu mamá hace lo mismo contigo.
—¿Tú
crees?
—¡Oh,
sí!, claro que lo creo.
—Yo
no me acuerdo de mi mamá.
Su
tristeza me conmueve, y respondo:
—Normal,
Flyn. Eras muy pequeño cuando se fue.
—Me
hubiera gustado conocerla.
Su
pena es mi pena, e incapaz de no profundizar en el tema, murmuro:
—Creo
que podrías conocerla a través de los ojos de las personas que la quisieron,
como son tu abuela Sonia, la tía Marta y PETER. Hablar con ellos de tu mamá
sería recordarla y saber cosas de ella. Estoy segura de que tu abuela estaría
encantada de contarte cientos de cosas de tu mamá.
—¿Sonia?
—Sí.
—Ella
siempre está muy ocupada —protesta el niño.
—Es
lógico, Flyn. Si tú no dejas que ella te cuide ni te mime, tiene que seguir con
su vida. Las personas no pueden quedarse sentadas a esperar a que otras las
quieran; tienen que continuar viviendo, aunque en su corazón te añoren todos
los días. Por cierto, ¿por qué la llamas por su nombre y no abuela?
El
crío se encoge de hombros y piensa la respuesta durante un momento.
—No
lo sé. Me imagino que es porque su nombre es Sonia.
—¿Y
no te gustaría llamarla abuela? Yo estoy segura de que a ella le emocionaría
mucho que la llamaras así. Llámala un día por teléfono y vete con ella a
merendar, a comer, a cenar. Pídele que te cuente cosas de tu mamá, y estoy
convencida de que te darás cuenta de lo importante que eres tú para ella y para
tu tía Marta.
El
crío asiente. Silencio. Pero de pronto dice:
—Yo
moví la coca-cola para que te saltara en la cara el otro día.
Recordarlo
me hace reír. ¡Será cabronazo! Pero dispuesta a no tenerle nada en cuenta,
asevero:
—Me
lo imaginaba.
—¿Te
lo imaginabas?
—Sí.
—¿Y
por qué no dijiste nada al tío PETER?
—Porque
yo no soy una chivata, Flyn. —Y, al ver cómo me mira, le toco su oscuro
cabello, y añado—: Pero eso ya no importa. Lo importante es que a partir de
ahora intentaremos llevarnos bien y ser amigos, ¿te parece buena idea?
Asiente.
Pone su pulgar ante mí y volvemos a hacer nuestro saludo. Yo sonrío.
Sus
ojos recorren la habitación con curiosidad y veo que se detienen continuamente
en algo que está a la derecha. Con disimulo miro y veo que se trata del skateboard
y mis patines. Y sin demora, pregunto:
—Te
gustaría aprender a usar el skate o a patinar, ¿verdad? —Flyn no
responde, y cuchicheo—: Será algo entre tú y yo. Tu tío, de momento, no tiene
por qué enterarse. Aunque tarde o temprano, a riesgo de que nos mate, se lo
diremos, ¿vale? ¿Quieres que te enseñe?
Su
gesto cambia y acepta. ¡Lo sabía!
Sabía
que Flyn quería aprender cosas nuevas. Rápidamente me levanto del suelo. Él lo
hace también. Voy hasta donde está el skate y lo pongo en el suelo. Me
subo sobre él y le demuestro que sé utilizarlo.
—¿Yo
puedo hacer eso también?
Paro,
me bajo y digo:
—Pues
claro, cielo. —Y guiñándole el ojo, murmuro—: Te enseñaré a hacer cosas que
cuando las vea cierta niña rubia de tu cole no podrá dejar de mirarte.
Flyn
se pone colorado.
—¿Cómo
se llama? —pregunto con complicidad.
—Laura.
Encantada
por el momento tan estupendo que estoy viviendo con el niño, le tomo de los
hombros y afirmo:
—Te
aseguro que en unos meses Laura y esa pandilla de macarras de tu cole van a
flipar cuando vean cómo manejas el skate.
El
pequeño asiente. Le miro y digo:
—Vamos...,
prueba. Primero, sube un pie en el skate y nota cómo se mueve.
Flyn
me hace caso. Yo le cojo las manos y, en cuanto el pequeño pone el pie sobre el
skate se escurre. Asustado, me mira y yo intento tranquilizarlo:
—Punto
uno: nunca lo utilices sin estar yo delante. Punto dos: para no hacerse daño
hay que usar rodilleras, coderas y casco. Punto tres, y muy importante:
¿confías en mí?
Hace
un gesto afirmativo y me emociono.
De
pronto, se oye el ruido de un coche. Miro por la ventana y veo que es PETER que
entra
en el garaje. Sin necesidad de decir nada, el crío deja el skate donde
estaba y se sienta junto a mí de nuevo en el suelo. Disimulamos. Dos minutos
después, la puerta de la habitación se abre, y PETER, al vernos a los dos en el
suelo sentados, pregunta sorprendido:
—¿Ocurre
algo?
Flyn
se levanta y abraza a su tío.
—LALI
me ha ayudado a aprender una cosa del colegio.
PETER
me mira. Yo asiento. El pequeño se marcha. Yo me levanto. Me acerco a mi alemán
favorito y, agarrándole de la cintura, murmuro:
—Como
verás, cualquier día consigo ese besito de tu sobrino.
PETER,
asombrado como nunca antes, sonríe. Me coge entre sus brazos, y con cuidado de
no darme en la barbilla, susurra buscando mi boca:
—De
momento, pequeña, mi beso ya lo tienes.
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