Cuando
me despierto no sé qué hora es. Miró el reloj. Faltan cinco minutos para las
diez.
Salto
de la cama. Los alemanes son muy madrugadores y no quiero parecer un oso
dormilón. Me doy una ducha rápida y, tras ponerme un informal vestido de lana
negro y mis botas altas, bajo al salón. Al entrar no hay nadie y camino hacia
la cocina. PETER está sentado a una mesa redonda, leyendo un periódico. Al
verme, cierra el diario.
—Buenos
días, dormilona —me saluda sin sonreír.
Simona,
que está cocinando, me mira y me saluda. Definitivamente, he quedado como un
oso dormilón.
—Buenos
días —respondo.
Eric
no hace amago de levantarse ni besarme. Eso me extraña, pero reprimo mis
instintos mientras rumio mi pena por no recibir mi beso de buenos días.
Simona
me ofrece embutidos, queso y miel. Pero al ver que niego con la cabeza y sólo
pido café, saca un plum-cake hecho por ella misma y luego me empuja para
que me siente a la mesa junto a PETER.
—¿Has
dormido bien? —inquiere él.
Hago
un gesto afirmativo e intento no recordar mi excitante sueño. Si él supiera...
Dos
minutos después, Simona deja un humeante café con leche sobre la mesa y un buen
trozo de plum-cake. Hambrienta, me meto una porción en la boca y al
percibir su sabor a mantequilla y vainilla, exclamo:
—¡Mmm,
está buenísimo, Simona!
La
mujer, encantada, asiente y se marcha de la cocina mientras yo continúo con el
desayuno. PETER no habla, sólo me observa, y cuando ya no puedo más, lo miro y
pregunto:
—¿Qué
pasa? ¿Por qué me miras así?
Sin
sonreír, se echa para atrás en la silla y responde:
—Todavía
no me creo que estés sentada en la cocina de mi casa. —Y antes de que yo pueda
decir nada, cambia de tema y añade—: Cuando termines, iremos a casa de mi
madre. Debo recoger a Flyn y comeremos allí. Después he quedado. Hoy tengo un
partido de baloncesto.
—¿Juegas
al baloncesto? —pregunto, sorprendida.
—Sí.
—¿En
serio?
—Sí.
—¿Con
quién?
—Con
unos amigos.
—¿Y
por qué no me habías dicho que jugabas al baloncesto?
PETER
me mira, me mira, me mira, y finalmente, murmura:
—Porque
nunca me lo has preguntado. Pero ahora estamos en Alemania, en mi terreno, y
puede ser que te sorprendan muchas cosas de mí.
Asiento
como una boba. Creía conocerlo y de pronto me entero de que hace tiro olímpico,
juega al baloncesto y supuestamente me va a sorprender con más cosas. Sigo
comiendo el delicioso desayuno. Volver a ver a su madre y conocer al pequeño
Flyn son situaciones que me ponen nerviosa, por lo que no puedo callar lo que
pulula por mi cabeza.
—Cuando
dijiste que aquí no erais muy efusivos en los saludos, ¿significa también que
tampoco habrá besos de buenos días?
Noto
que mi pregunta lo pilla por sorpresa, pero contesta mientras vuelve a abrir el
periódico:
—Habrá
besos siempre que los dos queramos.
Vale...,
me acaba de decir que ahora no le apetece a él. ¡Mierdaaaaaaaaaaa...! Me está
dando a probar mi misma medicina y yo soy muy mala enferma.
Sigo
comiendo el plum-cake, pero mi cara debe de ser tal que suelta:
—¿Alguna
pregunta más?
Niego
con la cabeza, y él vuelve a dirigir la vista al periódico, pero con el rabillo
del ojo veo que las comisuras de sus labios se curvan. ¡Qué bribón!
Cuando
termino totalmente el riquísimo desayuno, se levanta y yo hago lo mismo. Vamos
hasta la entrada y aquí, tras abrir un armario, sacamos nuestros abrigos. PETER
me mira.
—¿Qué
pasa ahora? —le digo al ver su gesto.
—Eso
que llevas es poco abrigo. Esto no es España.
Con
mis manos toco mi abrigo negro de Desigual y aclaro:
—Tranquilo,
abriga más de lo que crees.
Con
el cejo fruncido, me sube el cuello del abrigo y, tras agarrarme de la mano,
afirma mientras caminamos hacia el garaje por el interior de la casa:
—Habrá
que comprarte algo si no quiero que enfermes.
Suspiro
y no respondo. Tampoco voy a estar tanto tiempo aquí como para que necesite
comprarme nada. Una vez que subimos al Mitsubishi, PETER acciona un mando que
hay en el coche. La puerta del garaje se abre mientras la calefacción del
vehículo caldea el ambiente en décimas de segundo. ¡Qué pasote el Mitsubishi!
Suena
la radio y sonrío al reconocer la música de Maroon 5. PETER conduce. Está serio;
vamos, como siempre. Y, sin necesidad de que yo le pregunte, comienza a
explicarme por dónde vamos pasando.
Su
casa, según me dice, está en el distrito de Trudering, un lugar bonito y donde
a la luz del día veo que hay más viviendas como la de él alrededor. ¡Y menudas
casas!, a cuál más impresionante. Al salir a una carretera me indica que, un
poco más al sur, hay campos agrícolas y pequeños bosques. Eso me emociona.
Tener la naturaleza cerca, como en Jerez, para mí es esencial.
Por
el camino pasamos por el distrito de Riem, hasta llegar a un elegante barrio
llamado Bogenhausen. Aquí vive su madre. Tras recorrer calles flanqueadas por
chalets, nos paramos ante una verja oscura, y mis nervios se tensan. Conozco a
Sonia y sé que es un amor, pero es la madre de PETER, y eso me pone muy
nerviosa.
Una
vez que PETER aparca el coche en el interior de un bonito garaje, me mira y
sonríe. Me va conociendo y sabe que cuando estoy tan callada es porque estoy
tensa.
Cuando
voy a soltar una de mis tonterías para relajar el ambiente, se abre una puerta
de la casa, y Sonia aparece ante nosotros.
—¡Qué
alegría!, ¡qué alegría de teneros a los dos aquí!—dice, feliz.
Sonrío;
no puedo hacer otra cosa. Y cuando Sonia me da un abrazo y yo le correspondo,
ella susurra en mi oído:
—Bienvenida
a Alemania y a mi casa, cariño. Aquí te vamos a querer muchísimo.
—Gracias
—balbuceo como puedo.
PETER
se acerca y le da un beso a su madre; después, me toma con seguridad de la mano
y juntos entramos en el interior de la casa, donde el ambiente agradable
rápidamente me hace entrar en calor. Sin embargo, el ruido es atroz. Suena una
música repetitiva.
—Flyn
está en el salón jugando con uno de sus infernales juegos —nos explica Sonia.
Y, mirando a su hijo, añade—: Me tiene la cabeza loca. No sabe jugar sin esa
dichosa musiquita. —PETER sonríe, y ella prosigue—: Por cierto, tu hermana
Marta acaba de llamar por teléfono. Ha dicho que la esperemos para comer.
Quiere saludar a LALI.
—Estupendo
—asiente PETER mientras yo estoy a punto de volverme loca por la estridente
música que sale del salón.
Durante
unos minutos, PETER y su madre hablan sobre la mujer que cuidaba de Flyn. Ambos
están decepcionados con ella, y los oigo decir que piensan contratar a alguien
para que los ayude con el crío. Mientras hablan, me sorprende ver que lo hacen
sin que el ruido infernal de fondo les sea un problema. Es más, da la sensación
de que están acostumbrados a ello. Una vez que terminan, una joven se acerca a
nosotros y le dice algo a Sonia. Ésta, disculpándose, se marcha con ella. De
repente, PETER me de la mano.
—¿Preparada
para conocer a Flyn?
Digo
que sí con un gesto. Los niños siempre me han gustado.
Juntos
caminamos hacia el salón. PETER abre la enorme puerta corredera blanca y los
decibelios de la música suben irremediablemente. ¿Está sordo Flyn? Observo la
estancia. Es grande y espaciosa. Llena de luz, fotografías y flores. Pero el
ruido es insoportable.
Miro
al frente y veo una enorme televisión de plasma y a unos guerreros luchando sin
piedad. Reconozco el juego, Mortal Kombat: Armageddon. Es el juego que
tanto le gusta a mi amigo Nacho y al que nos hemos tirado horas y horas
jugando. Menudo vicio pillas con él.
En
la pantalla los luchadores saltan y pelean, y observo que en el bonito sofá
color frambuesa que hay frente a la tele se mueve una gorra roja. ¿Será Flyn?
PETER
arruga el entrecejo. La música no puede estar más alta. Me suelta de la mano,
camina hacia el sofá y, sin decir nada, se agacha, coge un mando y baja el
volumen.
—¡Tío
PETER! —grita una vocecita.
Y
de pronto un muchacho menudo da un salto y se abraza a mi Iceman particular.
PETER sonríe y, mientras lo abraza a su vez, cierra los ojos.
¡Oh,
Dios, qué momento tan bonito!
Se
me erizan los pelos de todo el cuerpo al percibir el amor que mi alemán siente
por su sobrino. Durante unos segundos, los observo a los dos mientras comparten
confidencias y oigo al niño reír.
Antes
de presentármelo, PETER le presta toda su atención mientras que el chiquillo,
emocionado por su presencia, le cuenta algo del juego. Tras unos minutos en los
que el pequeño aún no se ha dado cuenta de que yo estoy allí, PETER lo deja
sobre el sofá y dice:
—Flyn,
quiero presentarte a la señorita LALI.
Desde
mi posición percibo cómo la espalda del niño se tensa. Ese gesto de
incomodidad
es tan de mi Iceman que no me extraña que lo haga también. Pero, sin demora,
camino hacia el sillón y, aunque el pequeño no me mira, lo saludo en alemán.
—¡Hola,
Flyn!
De
pronto, vuelve su carita, clava sus oscuros y rasgados ojos en mí, y responde mientras
PETER le quita la gorra para dejar al descubierto su cabecita morena:
—¡Hola,
señorita LALI!
¡Halaaaaaaa,
qué fuerte!
¿Chino?
¿Flyn
es chino?
Sorprendida
por los rasgos orientales del pequeño cuando yo esperaba el típico niño de ojos
azules y blanquecino, intento reponerme del choque inicial y, con la mejor de
mis sonrisas, afirmo ante el gesto divertido de PETER:
—Flyn,
puedes llamarme sólo LA o LALI, ¿de acuerdo?
Sus
ojos oscuros me escanean en profundidad y asiente. Su mirada desconfiada es tan
penetrante como la de su tío, y eso me pone la carne de gallina ¡Vaya dos! Pero
antes de que pueda decir nada más, entra en el salón la madre de PETER, Sonia.
—¡Oh,
Dios!, qué maravilla poder hablar sin dar gritos. ¡Me voy a quedar sorda! Flyn,
cariño mío, ¿no puedes jugar con el volumen más bajo?
—No,
Sonia —responde el pequeño aún con la vista clavada en mí.
¿Sonia?
Qué
impersonal. ¿Por qué no la llamará abuela o yaya?
Durante
unos instantes, observo que la mujer habla con el niño, hasta que le suena el móvil.
El pequeño se sienta de nuevo en el sillón cuando Sonia contesta.
—¿Jugamos
una partida, tío? —pregunta.
Eric
mira a su madre, pero ésta sale de la habitación a toda prisa. Finalmente, toma
asiento junto a su sobrino. Antes de que comiencen a jugar, me entremeto.
—¿Puedo
jugar yo?
—Las
chicas no sabéis jugar a esto —contesta el pequeño Flyn sin mirarme.
Mi
cara es un poema y al desviar la vista hacia PETER intuyo que disimula una
sonrisa.
¿Qué
ha dicho ese enano?
Si
algo he odiado durante toda mi vida es que los sexos condicionen para poder
hacer las cosas. Sorprendida por ello, me quedo observando al mocoso, que sigue
sin mirarme.
—¿Y
por qué crees que las chicas no sabemos jugar a esto?
—Porque
éste es un juego de hombres, no de mujeres —replica el infame mientras vuelve a
clavar sus achinados y oscuros ojos en mí.
—En
eso te equivocas, Flyn —respondo con tranquilidad.
—No,
no me equivoco —insiste el pequeño—. Las chicas sois unas torpes para los
juegos de guerra. A vosotras os gustan más los juegos de príncipes y moda.
—¿En
serio crees eso?
—Sí.
—Y
si yo te demostrara que las chicas también jugamos a Mortal Kombat.
El
pequeño cabecea. Piensa su respuesta y finalmente asevera:
—Yo
no juego con chicas.
Con
los ojos como platos, miro a PETER en busca de ayuda y le pregunto en español:
—Pero
¿qué clase de educación machista le estás dando a este enano gruñón? —Y antes
de que responda, añado con una falsa sonrisa en mis labios—: Oye, mira, porque
es tu
sobrino,
pero esto me lo dice otro y le suelto cuatro frescas, por muy niño que sea.
PETER
sonríe como un tonto y responde mientras le revuelve el flequillo:
—No
te asustes, pequeña. Lo hace para impresionarte. Y por cierto, Flyn sabe hablar
perfectamente en español.
Me
quedo boquiabierta y antes de que pueda decir algo el pequeño se me adelanta:
—No
soy un enano gruñón y si no juego contigo es porque quiero jugar sólo con mi
tío.
—Flyn...
—le reprende PETER.
Convencida
de que el comienzo con el niño no ha sido todo lo bueno que me hubiera gustado,
sonrío y murmuro:
—Retiro
lo de «enano gruñón». Y tranquilo, no jugaré si tú no quieres.
Sin
más, deja de mirarme y pulsa el play. La música atroz suena de nuevo;
PETER me guiña un ojo y se pone a jugar con él.
Durante
veinte minutos observo cómo juegan. Ambos son muy buenos, pero me percato de
que yo sé movimientos que ellos desconocen y que no estoy dispuesta a desvelar.
Cansada
de mirar la pantalla y
de
que esos dos machitos en potencia pasen de mí, me levanto y comienzo a andar
por el enorme salón. Voy hasta una gran chimenea y me fijo en las fotos que hay
expuestas.
En
ellas se ve a PETER junto a dos chicas. Una es Marta y supongo que la otra era
Hannah, la madre de Flyn. Se les ve sonreír y me doy cuenta de lo mucho que se
parecían PETER y Hannah: pelo claro, ojos celestes e idéntica sonrisa.
Inconscientemente sonrío.
Hay
más fotos. Sonia con sus hijos. Flyn de bebé en brazos de su madre vestido de
calabaza. Marta y PETER abrazados. Me sorprende ver una foto de PETER, mucho
más joven y con el pelo largo. ¡Guau, qué sexy mi Iceman!
—¡Hola,
LALI!
Al
oír mi nombre me vuelvo y me encuentro con la encantadora sonrisa de Marta. Con
el ruido existente no la he oído llegar. Nos abrazamos y dice, tomándome de la
mano:
—Ya
veo que esos dos guerreros te han abandonado por el juego.
Ambas
los miramos y respondo con mofa:
—Según
alguien, las chicas no sabemos jugar.
Marta
sonríe, suspira y se acerca a mí.
—Mi
sobrino es un pequeño monstruo en potencia. Seguro que él te ha dicho eso,
¿verdad? —Asiento, y ella vuelve a suspirar. Finalmente, añade—: Vayamos a la
cocina a tomar algo.
Salir
del salón es para mí, y en especial para mis oídos, un descanso.
Cuando
llegamos a la cocina veo a una mujer cocinando y nos saluda. Marta me la
presenta como Cristel, y cuando ésta regresa a sus quehaceres, pregunta:
—¿Qué
te apetece tomar?
—Coca-cola.
Marta
abre la nevera y coge dos cocas. Después me hace un movimiento con la cabeza y
la sigo hasta un bonito comedor que hay junto a la cocina. Nos sentamos a la
mesa y a través de la cristalera observo que Sonia, abrigada, está fuera de la
casa hablando por teléfono. Al vernos sonríe, y Marta murmura:
—Mamá
y sus novios.
Eso
me sorprende. Pero ¿Sonia no está casada con el padre de Marta?
Y
cuando mi curiosidad está a punto de explotar, Marta da un trago a su coca-cola
y
me
aclara:
—Mi
padre y ella se divorciaron cuando yo tenía ocho años. Y aunque adoro a mi
padre, soy consciente de que es un hombre muy aburrido. Mamá está tan llena de
vitalidad que necesita otro tipo de vida loca. —Asiento como una boba, y ella,
divertida, cuchichea—: Mírala, es como una quinceañera cuando habla con alguno
de sus novietes por teléfono.
Me
fijo en Sonia y soy consciente de que lo que dice Marta es cierto. En este
momento, Sonia cierra su móvil y da un saltito de emoción. Luego, abre la
cristalera y, al entrar y ver que estamos solas, nos comunica mientras se quita
el abrigo:
—Chicas...,
me acaban de invitar a Suiza. He dicho que sí y me voy mañana.
Su
efusividad me hace sonreír.
—¿Con
quién, mamá? —pregunta Marta.
Sonia
se sienta junto a nosotras y en plan confidente murmura, emocionada:
—Con
el guapísimo Trevor Gerver.
—¡¿Trevor
Gerver?! —gesticula Marta, y Sonia asiente.
—¡Ajá,
mi niña!
—¡Vaya,
mamá! Trevor es todo un bombonazo.
Ahuecándose
el pelo, Sonia nos explica:
—Hija,
ya te dije yo que ese hombre me mira las piernas más de la cuenta cuando
hacemos el curso. Es más, el día en que salté con él en paracaídas, noté que...
—¿Saltaste
en paracaídas? —pregunto con la boca abierta.
Madre
e hija me ordenan callar con gestos y, finalmente, Marta me avisa:
—De
esto ni una palabra a mi hermano o nos la monta, ¿vale?
Asombrada,
hago un gesto de asentimiento con la cabeza. Ese deporte de riesgo a PETER no
le tiene que hacer ninguna gracia.
—Si
se entera mi hijo de que ambas hacemos ese curso no habrá quien lo aguante —me
informa Sonia—. Es muy estricto con la seguridad desde que ocurrió el fatal
accidente de mi preciosa Hannah.
—Lo
sé..., lo sé... Yo hago motocross y el día en que me vio hacerlo casi...
—¿Haces
motocross? —pregunta Marta, sorprendida.
Asiento,
y Marta aplaude.
—¡Uisss...!
—interviene Sonia—, pero si eso lo hacía también mi hija con Jurgen, su primo.
¿Y mi hijo no ha montado en cólera al saberlo?
—Sí
—respondo, sonriendo—, pero ya le ha quedado claro que el motocross es parte de
mí y no puede hacer nada.
Marta
y su madre sonríen.
—En
el garaje tengo todavía la moto de Hannah —apunta Sonia—. Cuando quieras te la
llevas. Al menos tú la utilizarás.
—¡Mamá!
—protesta Marta—, ¿quieres enfadar a PETER?
Sonia
suspira, después mueve la cabeza y, mirando a su hija, contesta:
—A
PETER se le enfada sólo con mirarlo, cariño.
—También
tienes razón —se mofa Marta.
—Y
aunque se empeñe en querer que vivamos en una burbujita de cristal para que
nada nos pase —prosigue Sonia—, debe entender que la vida es para disfrutarla y
que no por ir en moto o tirarte en paracaídas te tiene que pasar algo horrible.
Si Hannah viviera, sería lo que le diría. Por lo tanto, cariño —insiste,
mirándome—, si tú quieres la moto, tuya es.
—Gracias.
Lo tendré en cuenta —sonrío, encantada.
Al
final, las tres nos reímos. Está claro que PETER con nosotras a su lado nunca
tendrá tranquilidad.
Entre
risas y confidencias me entero de que el mencionado Trevor es el dueño de la
escuela de paracaidismo que está a las afueras de Múnich. Eso llama
poderosamente mi atención. Me encantaría hacer un curso de caída libre. Pero de
pronto, mientras las escucho hablar sobre aquel viaje a Suiza, me doy cuenta de
que en dos días ¡es Nochevieja! E incapaz de callar, pregunto:
—¿Regresarás
para Nochevieja?
Ambas
me miran, y Sonia responde:
—No,
cielo. La pasaré en Suiza con Trevor.
—¿PETER
y Flyn la pasarán solos? —inquiero, pestañeando boquiabierta.
Las
dos asienten.
—Sí
—me aclara Marta—. Yo tengo planes y mamá también.
Mi
cara debe de ser un poema porque Sonia se ve obligada a decir:
—Desde
que murió mi hija Hannah, esa noche dejó de ser especial para todos, sobre todo
para mí. PETER lo entiende y es él quien se queda con Flyn. —Y cambiando
rápidamente de tema, cuchichea—: ¡Oh, Marta, ¿qué me llevo a Suiza?!
Durante
un rato las sigo escuchando mientras pienso que mi padre nunca en la vida, ni
por el más remoto pensamiento, nos dejaría solas a mi hermana o a mí con mi
sobrina en una noche tan especial. Una gracia de Marta, de pronto, me hace
sonreír, y nuestra conversación se corta cuando aparece PETER con el pequeño de
la mano.
Él,
que no es tonto, nos mira a las tres. Está claro que hablábamos de algo que no
queremos que sepa, y Marta, para disimular, se levanta a saludarlo justo en el
momento en que Sonia me mira y murmura:
—Ni
una palabra de lo aquí hablado a mi siempre enfadado hijo. Guárdanos el
secreto, ¿vale, cielo?
Contesto
con una señal afirmativa casi imperceptible mientras observo que PETER sonríe
ante algo que Flyn le acaba de decir.
Veinte
minutos después, los cinco, reunidos alrededor de la mesa del comedor,
degustamos una rica comida alemana. Todo está buenísimo.
A
las tres y media, estamos todos sentados en el salón charlando cuando veo que
PETER mira el reloj, se levanta, se acerca y, agachándose a mi lado, dice
clavando sus impresionantes ojos azules en mí:
—Cariño,
tengo que estar dentro de una hora en el polideportivo de Oberföhring. No sé si
el baloncesto te gusta, pero me alegraría que te vinieras conmigo y vieras el
partido.
Su
voz, su cercanía y la forma de decir «cariño» hacen levantar el vuelo a las
miles de maripositas que habitan en mi interior. Deseo besarlo. Deseo que me
bese. Pero no es el mejor lugar para desatar toda la pasión contenida. PETER,
sin necesidad de que yo hable, sabe lo que pienso. Lo intuye. Al final,
asiento, encantada, y él sonríe.
—Yo
también quiero ir —oigo que dice Flyn.
PETER
deja de mirarme. Nuestro momento se ha roto, y presta atención al pequeño.
—Por
supuesto. Ponte el abrigo.
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