sábado, 24 de octubre de 2015

CAPITULO 38

Al día siguiente, con una resaca monumental, pues la noche ha sido de órdago y sólo he dormido unas horas en la casa de Marta, cuando llego a casa de PETER, él está allí. Cuando me ve entrar con las gafas de sol puestas, camina hacia mí y sisea furioso:
—¿Se puede saber dónde has dormido?
Sorprendida, levanto la mano y murmuro:
—En medio de la calle te puedo asegurar que no.
Gruñe. Blasfema. Me hace saber lo preocupado que ha estado. No le hago caso. Camino decidida mientras siento sus pasos detrás de mí. Está furioso, y cuando entro en mi cuartito, le doy con la puerta en las narices. Eso le ha debido de cabrear una barbaridad. Espero a que entre y me grite, pero no lo hace. ¡Bien! No me apetece oírle gruñir. Hoy no.
Mientras termino de meter mis cosas en las cajas de cartón intento ser fuerte. No voy a llorar. Se acabó llorar por Iceman. Si no le importo, no tengo por qué quererlo yo a él. Tengo que terminar con esto cuanto antes. Cuando acabo de cerrar una caja de libros, decido subir a mi habitación. Aquí tengo muchas cosas. Por suerte, no me cruzo con PETER, y cuando entro en el dormitorio, suspiro al ver que tampoco está. Dejo un par de cajas y entro a ver a Flyn.
El pequeño, al verme, se alegra, pero cuando se da cuenta de que me estoy despidiendo de él, su gesto cambia. Su dura mirada vuelve y susurra:
—Prometiste que no te irías.
—Lo sé, cielo. Sé que te lo prometí, pero en ocasiones las cosas entre los adultos no salen como uno prevé, y al final, se complican más de lo que imaginabas.
—Todo es culpa mía —dice, y se le contrae la cara—. Si yo no hubiera cogido el skate, no me habría caído, y el tío y tú no habríais discutido.
Lo abrazo. Lo acuno. Nunca me habría imaginado que lloraría por mí, e intentando que las lágrimas no desborden mis ojos, murmuro:
—Escucha, Flyn. Tú no tienes la culpa de nada, cariño. Tu tío y yo...
—No quiero que te vayas. Contigo me lo paso bien, y eres..., eres buena conmigo.
—Escucha, cielo.
—¿Por qué te tienes que ir?
Sonrío con tristeza. Es incapaz de escucharme y yo de explicarle una vez más el absurdo cuento de por qué me voy. Al final, le quito las lágrimas de los ojos y le digo:
—Flyn, siempre me has demostrado que eres un hombrecito tan duro como tu tío. Ahora lo tienes que volver a ser, ¿vale? —El crío asiente, y prosigo—: Cuida bien a Calamar. Recuerda que él es tu superamigo y tu supermascota, y quiere mucho a Susto, ¿de acuerdo?
—Te lo prometo.
Sus ojos vidriosos me encogen el corazón y, tras darle un beso en la mejilla, murmuro:
—Escucha, cariño. Te prometo que vendré a verte dentro de un tiempo, ¿vale? Llamaré a Sonia y ella nos ayudará a que nos veamos, ¿quieres?
El niño asiente, levanta el pulgar, yo levanto el mío, los unimos y nos damos una palmada. Eso nos hace sonreír. Lo abrazo, lo beso y con todo el dolor de mi corazón salgo de la habitación.
Una vez fuera, no puedo respirar. Me llevo la mano al pecho y al final logro tomar aire. ¿Por qué todo tiene que ser tan triste? Cuando entro en mi habitación, abro el armario. Miro todas aquellas preciosas cosas que PETER me compró y, tras pensarlo, decido llevarme sólo lo que vino de Madrid. Al coger mis botas negras, veo una bolsa, la abro y sonrío con tristeza al ver mi disfraz de poli malota. No lo he estrenado. Por unas cosas u otras al final no me lo he puesto para PETER. Lo meto en una de las cajas, junto a mis vaqueros y mis camisetas. Después, entro en el baño y cojo mis pinturas y mis cremas. Nada de lo que hay allí es mío.
Cuando regreso a la habitación me acerco a mi mesilla. Vacío un cajón y miro los juguetes sexuales. Toco la joya anal con la piedra verde. Los vibradores. Los cubrepezones. Todo aquel arsenal no lo quiero, puesto que me recordará a él. Cierro el cajón. Allí se queda. Los ojos se me están cargando de lágrimas. Momento tonto. La culpable es la lamparita que meses atrás PETER compró en el rastro de Madrid y no sé qué hacer. La miro, la miro y la miro. Él compró las dos. Al final, decido llevármela. Es mía.
Me doy la vuelta, y PETER me está observando desde la puerta. Está impresionante con su vaquero de cintura baja y la camiseta negra. Se le ve algo demacrado. Preocupado. Pero imagino que yo estoy igual. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero lo que sí sé es que su mirada es fría e impersonal. Esa que pone cuando no quiere demostrar lo que siente. No quiero discutir. No me apetece y, mirándole, murmuro:
—La verdad es que estas lamparitas nunca han pegado con la decoración de tu habitación. Si no te importa, me llevo la mía.
Asiente. Entra en la habitación y, acercándose a la suya, murmura mientras la toca:
—Llévatela. Es tuya.
Me muerdo el labio. Guardo la lamparita en la caja y le escucho decir:
—Esto ha sido lo que siempre me ha llamado la atención de ti, que seas totalmente diferente de todo lo que me rodea.
No respondo. No puedo. Entonces, en un tono más calmado, PETER afirma:
—LALI, siento que todo acabe así.
—Más lo siento yo, te lo puedo asegurar —le recrimino.
Noto que se mueve por la habitación. Está nervioso y, finalmente, pregunta:
—¿Podemos hablar un momento como adultos?
Trago el nudo de emociones que tengo en mi garganta y asiento. Ya no me llama «pequeña», ni «morenita», ni «cariño». Ahora me llama «LALI» con todas sus letras. Me doy la vuelta y lo miro. Cada uno estamos a un lado de la cama. Nuestra cama. Ese lugar donde nos hemos amado, querido, besado, y PETER empieza:
—Escucha, LALI. No quiero que por mi culpa te veas privada de un trabajo. He hablado con Gerardo, el jefe de personal de la delegación de Müller de Madrid, y vuelves a tener el puesto que tenías cuando nos conocimos. Como no sé cuándo te querrás reincorporar, le he dicho que en el plazo de un mes te pondrás en contacto con él para
retomar tu trabajo.
Niego con la cabeza. No quiero volver a trabajar en su empresa. PETER continúa:
—LALI, sé adulta. Una vez me dijiste que tu amigo Miguel necesitaba un trabajo para pagar su casa, su comida y poder vivir. Tú has de hacer lo mismo, y con el paro y la crisis que hay en España te resultará muy difícil conseguir un trabajo decente. Hay un nuevo jefe en ese departamento y sé que no tendrás ningún problema con él. En cuanto a mí, no te preocupes. No tienes por qué verme. Ya te he aburrido bastante.
Esta última frase me duele. Sé que la dice por lo que le grité la otra noche, pero no digo nada. Lo escucho. La cabeza me da vueltas, pero sé que tiene razón. Vuelve a tener razón. Contar con un trabajo hoy en día es algo que no está al alcance de todo el mundo y no puedo rechazar la oferta. Al final, accedo:
—De acuerdo. Hablaré con Gerardo.
PETER asiente.
—Espero que retomes tu vida, LALI, porque yo voy a retomar la mía. Como dijiste cuando besaste a PABLO, ya no soy el dueño de tu boca ni tú de la mía.
—Y eso ¿a qué viene ahora?
Con la mirada clavada en mí, dice cambiando el tono de su voz:
—A que ahora podrás besar a quien te venga en gana.
—Tú también lo podrás hacer. Espero que juegues mucho.
—No dudes que lo haré —puntualiza con una fría sonrisa.
Nos miramos, y cuando no puedo más, salgo de la habitación sin despedirme de él. No puedo. No salen las palabras de mi boca. Bajo la escalera a todo gas, y llego a mi cuartito. Cierro la puerta, y entonces, sólo entonces, me permito maldecir.
Esa noche, cuando todo está empaquetado, le indico a Simona que un camión irá a las seis de la mañana para llevarlo todo al aeropuerto. Veinte cajas llegaron de Madrid. Veinte regresan. Con tristeza cojo un sobre para hacer lo último que tengo que hacer en esa casa. Con un bolígrafo, en la mitad del sobre escribo «PETER». Después, cojo un trozo de papel y tras pensar qué poner, simplemente anoto: «Adiós y cuídate». Mejor algo impersonal.
Cuando suelto el bolígrafo, me miro la mano. Me tiembla. Me quito el precioso anillo que ya le devolví otra vez y, temblorosa, leo lo que pone en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».
Cierro los ojos.
El ahora y siempre no ha podido ser posible.
Aprieto el anillo en la mano y finalmente, con el corazón partido, lo meto en el sobre. Suena mi móvil. Es Sonia. Está preocupada esperándome en su casa. Dormiré allí mi última noche en Múnich. No puedo ni quiero dormir bajo el mismo techo que PETER. Cuando llego al garaje y saco la moto, Norbert y Simona se acercan a mí. Con una prefabricada sonrisa, los abrazo a los dos y le doy a Simona el sobre con el anillo para que se lo entregue a PETER. La mujer solloza y Norbert intenta consolarla. Mi marcha los entristece. Me han cogido tanto cariño como yo a ellos.
—Simona —intento bromear—, en unos días te llamo y me dices cómo sigue «Locura esmeralda», ¿de acuerdo?
La mujer cabecea, intenta sonreír, pero lloriquea más. Le doy un último beso y me dispongo a marchar cuando al levantar la vista veo que PETER nos observa desde la ventana de nuestra habitación. Lo miro. Me mira. Dios..., cómo le quiero. Levanto la mano y digo adiós. Él hace lo mismo. Instantes después, con la frialdad que él me ha enseñado, me doy
la vuelta, me monto en la moto y, tras arrancarla, me marcho sin mirar atrás.

Esa noche no duermo. Sólo miro al vacío y espero que el despertador suene.

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