Con
la tensión a tropecientos mil, me bebo una cerveza ante la cara seria de Marta.
Por mis palabras y mi enfado, se hace una idea de lo que ha pasado.
—Tranquila,
LALI. Ya verás como cuando regreses todo está más tranquilo.
—¡Oh,
claro..., claro que estará más tranquilo! No pienso dirigirles la palabra a
ninguno de los dos. Son tal para cual. Pitufo gruñón y pitufo enfadica. Si uno
es cabezón, el otro lo es aún más. Pero por Dios, ¿cómo puede tu hermano darle
un cheque de regalo de Navidad a un niño de nueve años? ¿Y cómo puede un niño
de nueve años ser un viejo prematuro?
—Ellos
son así —se mofa Marta.
Entonces,
le suena el móvil. Habla con alguien y cuando cuelga dice:
—Era
mamá. Me ha comentado que mi primo Jurgen la ha llamado y le ha dicho que hoy
tiene una carrera de motocross no muy lejos de aquí, por si te lo quería decir
a ti. ¿Quieres que vayamos?
—Por
supuesto —asiento, interesada.
Tres
cuartos de hora después, en medio de un descampado nevado, estamos rodeadas de
motos de motocross. Yo tengo las revoluciones a mil. Deseo saltar, brincar y
correr, pero Marta me frena. Animada, veo la carrera. Aplaudo como una loca, y
cuando acaba, nos acercamos a saludar a Jurgen. El joven, al verme, me recibe
encantado.
—He
llamado a la tía Sonia porque no tenía tu teléfono. No quería llamar a casa de
PETER. Sé que este deporte no le gusta.
Yo
asiento. Le entiendo, y le doy mi móvil. Él me da el suyo. Después, miro la
moto.
—¿Qué
tal se conduce con las ruedas llenas de clavos?
Jurgen
no lo piensa. Me entrega el casco.
—Compruébalo
tú misma.
Marta
se niega. Le preocupa que me pase algo, pero yo insisto. Me pongo el casco de
Jurgen y arranco la moto.
¡Guau!
Adrenalina a mil.
Feliz,
salgo a la helada pista, me doy una vuelta con la moto y me sorprendo
gratamente al notar el agarre de las ruedas con clavos a la nieve. Pero no me
desfogo. No voy con las protecciones necesarias y sé que si me caigo me haré
daño. Una vez que regreso al lado de Marta, ésta respira y, cuando le doy a
Jurgen el casco, murmuro:
—Gracias.
Ha sido una pasada.
Jurgen
me presenta a varios corredores, y todos ellos me miran sorprendidos.
Rápidamente todos dicen eso de «olé, toros y sangría» al saber que soy
española. Pero
bueno,
¿qué concepto tienen los guiris de los españoles?
Tras
la carrera, nos despedimos, y Marta y yo nos vamos a tomar algo. Ella decide
dónde ir. Cuando nos sentamos, todavía estoy emocionada por la vueltecita que
me he dado con la moto. Sé que si Eric se entera, pondrá el grito en el cielo,
pero me da igual. Yo lo he disfrutado. De pronto, soy consciente de cómo Marta
mira con disimulo al camarero. Ese rubio ya ha venido varias veces a traernos
las consumiciones y, por cierto, es muy amable.
—Vamos
a ver, Marta, ¿qué hay entre el camarero buenorro ese y tú? —indago, riendo.
Sorprendida
por la pregunta, responde:
—Nada.
¿Por qué dices eso?
Segura
de que mi intuición no me engaña, me repanchingo en la silla.
—Punto
uno: el camarero sabe cómo te llamas, y tú sabes cómo se llama él. Punto dos: a
mí me ha preguntado qué clase de cerveza quiero, y a ti te ha traído una sin
preguntarte. Y punto tres, y de vital importancia: me he dado cuenta de cómo os
miráis y os sonreís.
Marta
ríe. Vuelve a mirarlo y, acercándose a mí, murmura:
—Nos
hemos visto un par de veces. Arthur es muy majo. Hemos tomado algo y...
—¡Guau!
Aquí hay tema que te quemas —me mofo, y Marta suelta una carcajada.
Sin
disimulo, miro al tal Arthur. Es un joven de mi edad, alto, con gafitas y
guapete. Él, al ver que lo miro, me sonríe, pero su mirada de nuevo vuela hacia
Marta mientras recoge unos vasos de la mesa de al lado.
—Le
gustas mucho —canturreo.
—Me
consta, pero no puede ser —contesta riendo Marta.
—¿Y
por qué no puede ser? —pregunto, curiosa.
Marta
toma primero un trago de su cerveza.
—Salta
a la vista, ¿no? Es más joven que yo. Arthur sólo tiene veinticinco años. ¡Es
un niño!
—Oye...,
pues tiene la misma edad que yo. Por cierto, ¿cuántos años tienes tú?
—Veintinueve.
La
carcajada que suelto provoca que varias personas nos miren.
—¿Y
por cuatro años piensas eso? Venga ya, Marta, por favor: te consideraba más
moderna para no preocuparte por la chorrada de la edad. ¿Desde cuándo el amor
tiene edad? Y antes de que digas nada, quiero que sepas que si tu hermano fuera
más pequeño que yo y a mí me gustara, no me pararía nada. Absolutamente nada.
Porque, como dice mi padre, la vida... ¡es para vivirla!
Nos
reímos las dos, y cuando va a responder, escuchamos a nuestras espaldas:
—Marta,
qué bueno verte por aquí.
Ambas
nos volvemos y nos encontramos a dos hombres y una mujer. Ellos, muy monos, por
cierto. Marta sonríe, se levanta y los abraza. Segundos después, mirándome a
mí, dice:
—LALI,
te presento a Anita, Reinaldo y Klaus. Ellos trabajan conmigo en el hospital y
Anita tiene una maravillosa y exclusiva tienda de moda.
Se
sientan con nosotras y, olvidándome de mis problemas, me centro en conocer a esos
muchachos, que rápidamente nos hacen reír. Reinaldo es cubano y sus expresiones
tan latinas me encantan. Mi móvil suena. Es PETER. Sin querer evitarlo, lo
cojo, y todo lo seria que puedo contesto:
—Dime,
PETER.
—¿Dónde
estás?
Como
no sé realmente dónde estoy, al observar a Marta reír con los muchachos, se me
ocurre responder:
—Estoy
con tu hermana y unos amigos tomando algo.
—¿Qué
amigos? —pregunta PETER con impaciencia.
—Pues
no lo sé, PETER... Unos. ¡Yo qué sé!
Oigo
que resopla. Eso de no controlar dónde y en especial con quién estoy le enfada,
pero me muestro dispuesta a que me deje disfrutar del momento.
—¿Qué
quieres?
—Regresa
a casa.
—No.
—LALI,
no sé dónde estás ni con quién estás —insiste, y noto la tensión en su voz—.
Estoy preocupado por ti. Por favor, dime dónde estás e iré a buscarte, pequeña.
Silencio...,
silencio sepulcral, y antes de que él vuelva a decir algo que me ablande,
añado:
—Voy
a colgar. Quiero disfrutar del bonito día de Reyes y creo que con esta gente lo
voy a hacer. Por cierto, espero que tú también lo disfrutes en compañía de tu
sobrino. Sois tal para cual. Adiós.
Dicho
esto, cuelgo.
¡Madre
mía, lo que acabo de hacer!
¡He
colgado a Iceman!
Esto
le habrá enfadado muchísimo. El móvil vuelve a sonar. PETER. Corto la llamada,
y cuando insiste, directamente lo apago. Me da igual que se enoje. Por mí como
si se da de cabezazos contra la pared. Me integro en la conversación e intento
olvidarme de mi alemán.
Los
amigos de Marta son divertidísimos, y al salir del local vamos a comer algo a
un restaurante. Como siempre, todo buenísimo. O como siempre, mi hambre es
atroz. Tras salir del restaurante, Reinaldo propone ir a un establecimiento
cubano, y de cabeza vamos.
Cuando
entramos en Guantanamera, Reinaldo nos presenta a muchos paisanos que como él
viven en Múnich. ¡Madre mía, qué cantidad de cubanos viven aquí! Media hora
después, ya soy cubana y digo eso de «ya tú sabes mi amol».
Marta
y yo nos ponemos hasta arriba de mojitos. Menuda es Marta. Es todo lo opuesto a
su hermano tratándose de diversión. Es más española que la tortilla de patatas,
y eso me lo demuestra por la marcha que tiene. La tía es de las mías, y juntas
hacemos buena camarilla. Anita tampoco se queda atrás. Cuando suena la canción Quimbara
de la maravillosa Celia Cruz, Reinaldo me invita a bailar, y yo acepto.
Quimbara
quimbara quma quimbambá.
Quimbara
quimbara quma quimbambá
Ay,
si quieres gozar, quieres bailar. ¡Azúcar!
Quimbara
quimbara quma quimbambá.
Quimbara
quimbara quma quimbambá.
¡Madre
míaaaaaaa, qué marcha!
Reinaldo
baila maravillosamente bien, y yo me dejo llevar. Muevo caderas. Subo brazos.
Pasito para adelante. Pasito para atrás. Doy vueltas. Muevo hombros y
¡azúcarrrrrrrrrrrrr!
Las
horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!
Sobre
las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos, me
mira y dice entregándome su móvil:
—Es
PETER. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.
Resoplo
y, ante la mirada de la joven, lo cojo.
—Dime,
pesadito, ¿qué quieres?
—¿Pesadito?
¿Me acabas de llamar pesadito?
—Sí,
pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto una
risotada.
—¿Por
qué has apagado el móvil?
—Para
que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones de San
Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.
—¿Has
bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.
Consciente
de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo, exclamo:
—¡Ya
tú sabes mi amol!
—LALI,
¿estás borracha?
—¡Noooooooooooooo!
—me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—: Venga Iceman, ¿qué quieres?
—LALI,
quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.
—Ni
lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.
—¡Por
el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...
—Corto
y cambio, guaperas.
Le
paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermano le dice, lo
cierra. Apartándome del grupo, cuchichea:
—Que
sepas que mi hermano me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve de
regreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo
temblará.
Escuchar
eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:
—¡Qué
tiemble el mundo, mi amol!
Marta
suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá mientras
gritamos: «¡Azúcar!».
De
madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra
susurro:
—¿Quieres
pasar? Seguro que el pitufo gruñón tiene algo que decir.
—Ni
lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y a huir
del país. Cuando me pille PETER, me va a despellejar.
—¡Que
no me entere yo que me lo cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.
Pero
antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece PETER con
la cara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche
y, asomándome para mirar a su hermana, sisea:
—Ya
hablaré contigo..., hermanita.
Marta
asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro en
medio de la calle. PETER me agarra del brazo, apremiándome.
—Vamos...,
regresemos a la casa.
De
pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo
que podamos lamentar, me suelto de PETER y, mirando al emisor de aquel gruñido,
murmuro con
calma:
—Tranquilo,
Susto, no pasa nada.
El
animal se acerca a mí y me rodea cuando PETER pregunta:
—¿Conoces
a ese chucho?
—Sí.
Es Susto.
—¿Susto?
¿Le has llamado Susto?
—Pues
sí. ¿A que es muy monoooooo?
Sin
dar crédito a lo que ve, PETER arruga la cara.
—Pero
¿qué lleva en el cuello?
—Está
resfriado y le he hecho una bufanda para él —aclaro, encantada.
El
perro posa su huesuda cabeza en mi pierna y lo toco.
—No
lo toques. ¡Te morderá! —grita PETER, enfadado.
Eso
me hace reír. Estoy segura de que PETER lo mordería antes a él.
—No
toques a ese sucio chucho, LALI, ¡por el amor de Dios! —insiste.
Un
ruidito sale de la garganta del animal y, divertida, me agacho.
—Ni
caso de lo que éste diga, ¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa
nada.
El
perro, tras echar una última ojeada a un descolocado PETER, se aleja y veo que
se mete en la destartalada caseta. PETER, sin decir nada más, comienza a andar
y yo le pregunto:
—¿Puedo
llevar a Susto a casa?
—No,
ni lo pienses.
¡Lo
sabía! Pero insisto:
—Pobrecito,
PETER. ¿No ves el frío que hace?
—Ese
chucho no entrará en mi casa.
¡Ya
estamos con su casa!
—Anda,
mi amol. ¡Porfapleaseeee!
No
contesta, y al final, decido seguirlo. Ya insistiré en otro momento. Mientras
camino tras él, poso mi mirada en su trasero y en sus fuertes piernas.
¡Guau!
Ese culo apretado y esas fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que pueda
remediarlo, ¡zas!, le doy un azote.
PETER
se para, me mira con una mala leche que para qué, no dice nada y continúa
andando. Yo sonrío. No me da miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho,
cojo nieve con las manos y se la tiro al centro de su bonito trasero. PETER se
para. Maldice en alemán y sigue andando.
¡Aisss,
qué poco sentido del humor!
Vuelvo
a coger más nieve, y esta vez se la tiro directamente a la cabeza. El proyectil
le impacta en toda la coronilla. Suelto una carcajada. PETER se da la vuelta.
Clava sus fríos ojos en mí y sisea:
—LALI...,
me estás enfadando como no te puedes ni imaginar.
¡Dios...!
¡Dios, qué sexy! ¡Cómo me pone!
Continúa
su camino y yo lo sigo. No puedo apartar mis ojos de él a pesar del frío que
tengo, y sonrío al imaginar todo lo que le haría en ese instante. Cuando
entramos en la casa, él se marcha a su despacho sin hablarme. Está muy
enfadado. Un calorcito maravilloso toma todo mi cuerpo. Ahora soy consciente
del frío que hace en el exterior. Pobre Susto. Cuando me despojo del
abrigo, decido seguirlo al despacho. Le deseo. Pero antes de entrar me quito
las empapadas botas y los vaqueros. Me estiro la camiseta, que me llega hasta
la mitad de los muslos, y abro la puerta. Cuando entro, PETER está sentado a su
mesa ante el ordenador. No me mira.
Camino
hacia él, y cuando llego a su altura, sin importarme su gesto incómodo, me
siento a horcajadas sobre él. En este momento, es consciente de que no llevo
pantalones. Sus ojos me dicen que no quiere ese contacto, pero yo sí quiero.
Exigente, le beso en los labios. Él no se mueve. No me devuelve el beso. Me
castiga. Mi frío Iceman es un témpano de hielo, pero yo con mi furia española
he decidido descongelarlo. Vuelvo a besarlo, y cuando siento que él no
colabora, murmuro cerca de su boca:
—Te
voy a follar y lo voy a hacer porque eres mío.
Sorprendido,
me mira. Pestañea y vuelvo a besarlo. Esta vez su lengua está más receptiva,
pero sigue sin querer colaborar. Le muerdo el labio de abajo, tiro de él y,
mirándolo a los ojos, se lo suelto. Después, enredo mis dedos en su cabello y
me contoneo sobre sus piernas.
—Te
deseo, cariño, y vas a cumplir mis fantasías.
—LALI...,
has bebido.
Me
río y asiento.
—¡Oh,
sí!, me he tomado unos mojitos, mi amol, que estaban de muelte.
Pero escucha, sé muy bien lo que hago, por qué lo hago y a quién se lo hago,
¿entendido?
No
habla. Sólo me mira. Me levanto de sus piernas. Estoy por hacer lo que hacen en
las películas, tirar todo lo que hay sobre la mesa al suelo, pero lo pienso y
no. Creo que eso le va a enfadar más. Al final, echo a un lado el portátil y me
siento en la mesa. PETER me observa. Se le ha comido la lengua el gato, y yo,
dispuesta a conseguir mi propósito, cojo una de sus manos y la paso por encima
de mis braguitas. Mi humedad es latente y siento que traga con dificultad.
—Quiero
que me devores. Anhelo que metas tu lengua dentro de mí y me hagas chillar
porque mi placer es tu placer, y ambos los dueños de nuestros cuerpos.
Cuando
termino de decir eso ya respira de forma algo entrecortada. ¡Hombres! Lo estoy
excitando, pero decidida a volverlo loco continúo mientras me quito la
camiseta.
—Tócame.
Vamos, Iceman, lo deseas tanto como yo. ¡Hazlo! —exijo.
Mi
Iceman se descongela por segundos. ¡Bien! Acerca su boca a mi pecho derecho y,
en décimas de segundo, me devora el pezón.
¡Oh,
sí! Colosal.
¡Me
gusta!
Sus
ojos fríos ahora son salvajes y retadores. Sigue enfadado, pero el deseo que
siente por mí es igual al que yo siento por él. Cuando abandona mi pezón, se
reclina en su asiento. El morbo se instala en su cuerpo.
—Levántate
de la mesa y date la vuelta —murmura.
Hago
lo que me pide. Poso mis pies en el suelo y, vestida sólo con mi tanga, me
vuelvo. Él retira la silla hacia atrás, se levanta y acerca su erección a mi
trasero, mientras sus manos vuelan a mi cintura y me aprieta contra él. Yo
jadeo. Me da un azote. Pica. Después me da otro, y cuando voy a protestar,
acerca su boca a mi oreja y dice:
—Has
sido una chica muy mala y como mínimo te mereces unos azotes.
Eso
me hace sonreír. Vale..., si quiere jugar, ¡jugaremos!
Me
doy la vuelta y, sin dejar de mirarle a los ojos, meto mi mano en el interior
de sus pantalones, le agarro los testículos y, mientras se los toco, le
pregunto:
—¿Quieres
que te demuestre lo que le hago yo a los chicos malos? Tú también has sido malo
esta mañana, cielo. Muy..., muy malo.
Eso
lo paraliza. Que yo tenga en mis manos sus testículos no le hace mucha gracia.
Estoy segura de que piensa que le puedo hacer daño.
—LALI...
De
un tirón, le bajo el pantalón seguido de los calzoncillos, y su enorme erección
queda esplendorosa ante mí. ¡Guau, madre mía! Lo empujo y cae sobre la silla.
Vuelvo a sentarme a horcajadas sobre él y le pido:
—Arráncame
el tanga.
Dicho
y hecho. PETER tira de él, rompiéndolo, y mi húmeda vagina descansa sobre su
dura erección. No le doy tiempo a que piense; me alzo y lo meto dentro de mí.
Estoy tan mojada..., tan excitada..., que su erección entra totalmente, y
cuando me encuentro encajada en él, exijo:
—Mírame.
Lo
hace. ¡Dios, es todo tan morboso!
—Así...,
así quiero tenerte. Así siempre estamos de acuerdo.
Mis
caderas se contraen y mi vagina lo succiona mientras siento que se quita los
pantalones y éstos quedan tendidos de cualquier manera en el suelo. PETER jadea
ante una nueva acometida mía y le beso. Esta vez su boca me devora y me exige
que continúe haciéndolo. Yo paro mis movimientos. No nos movemos. Sólo estamos
encajados el uno en el otro y disfrutamos del morbo que nos ocasiona la situación.
La excitación es máxima. Es plena, y entonces mi alemán se levanta conmigo
encajada en él, me lleva hasta la escalera de la librería y me empotra contra
ella.
—Agárrate
a mi cuello.
Sin
demora, le hago caso. Él se coge a una de las tablas de la escalera que hay por
encima de mi cabeza y se hunde totalmente en mí, y yo grito.
Una...,
dos..., tres... Tensión.
Cuatro...,
cinco..., seis... Jadeos.
Mi
Iceman me hace suya mientras yo le hago mío. Ambos disfrutamos. Ambos jadeamos.
Ambos nos poseemos.
Una
y otra vez, me empala, y yo lo recibo, hasta que mi grito de placer le hace
saber que el clímax me ha llegado, y él se deja ir mientras se hunde en una
última y poderosa ocasión en mí.
Durante
unos segundos, los dos permanecemos en esta posición, contra la escalera y
apretados el uno contra el otro, hasta que se suelta de la barandilla, me coge
de la cintura y regresamos a la silla. Cuando se sienta, aún dentro de mí, me
besa.
—Sigo
enfadado contigo —asegura.
Eso
me hace sonreír.
—¡Bien!
—¿Bien?
—pregunta, sorprendido.
Lo
beso. Lo miro. Le guiño un ojo.
—¡Mmm!
Tu enfado hace que tenga una interesante noche por delante.
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