sábado, 17 de octubre de 2015

CAPITULO 20

Con la tensión a tropecientos mil, me bebo una cerveza ante la cara seria de Marta. Por mis palabras y mi enfado, se hace una idea de lo que ha pasado.
—Tranquila, LALI. Ya verás como cuando regreses todo está más tranquilo.
—¡Oh, claro..., claro que estará más tranquilo! No pienso dirigirles la palabra a ninguno de los dos. Son tal para cual. Pitufo gruñón y pitufo enfadica. Si uno es cabezón, el otro lo es aún más. Pero por Dios, ¿cómo puede tu hermano darle un cheque de regalo de Navidad a un niño de nueve años? ¿Y cómo puede un niño de nueve años ser un viejo prematuro?
—Ellos son así —se mofa Marta.
Entonces, le suena el móvil. Habla con alguien y cuando cuelga dice:
—Era mamá. Me ha comentado que mi primo Jurgen la ha llamado y le ha dicho que hoy tiene una carrera de motocross no muy lejos de aquí, por si te lo quería decir a ti. ¿Quieres que vayamos?
—Por supuesto —asiento, interesada.
Tres cuartos de hora después, en medio de un descampado nevado, estamos rodeadas de motos de motocross. Yo tengo las revoluciones a mil. Deseo saltar, brincar y correr, pero Marta me frena. Animada, veo la carrera. Aplaudo como una loca, y cuando acaba, nos acercamos a saludar a Jurgen. El joven, al verme, me recibe encantado.
—He llamado a la tía Sonia porque no tenía tu teléfono. No quería llamar a casa de PETER. Sé que este deporte no le gusta.
Yo asiento. Le entiendo, y le doy mi móvil. Él me da el suyo. Después, miro la moto.
—¿Qué tal se conduce con las ruedas llenas de clavos?
Jurgen no lo piensa. Me entrega el casco.
—Compruébalo tú misma.
Marta se niega. Le preocupa que me pase algo, pero yo insisto. Me pongo el casco de Jurgen y arranco la moto.
¡Guau! Adrenalina a mil.
Feliz, salgo a la helada pista, me doy una vuelta con la moto y me sorprendo gratamente al notar el agarre de las ruedas con clavos a la nieve. Pero no me desfogo. No voy con las protecciones necesarias y sé que si me caigo me haré daño. Una vez que regreso al lado de Marta, ésta respira y, cuando le doy a Jurgen el casco, murmuro:
—Gracias. Ha sido una pasada.
Jurgen me presenta a varios corredores, y todos ellos me miran sorprendidos. Rápidamente todos dicen eso de «olé, toros y sangría» al saber que soy española. Pero
bueno, ¿qué concepto tienen los guiris de los españoles?
Tras la carrera, nos despedimos, y Marta y yo nos vamos a tomar algo. Ella decide dónde ir. Cuando nos sentamos, todavía estoy emocionada por la vueltecita que me he dado con la moto. Sé que si Eric se entera, pondrá el grito en el cielo, pero me da igual. Yo lo he disfrutado. De pronto, soy consciente de cómo Marta mira con disimulo al camarero. Ese rubio ya ha venido varias veces a traernos las consumiciones y, por cierto, es muy amable.
—Vamos a ver, Marta, ¿qué hay entre el camarero buenorro ese y tú? —indago, riendo.
Sorprendida por la pregunta, responde:
—Nada. ¿Por qué dices eso?
Segura de que mi intuición no me engaña, me repanchingo en la silla.
—Punto uno: el camarero sabe cómo te llamas, y tú sabes cómo se llama él. Punto dos: a mí me ha preguntado qué clase de cerveza quiero, y a ti te ha traído una sin preguntarte. Y punto tres, y de vital importancia: me he dado cuenta de cómo os miráis y os sonreís.
Marta ríe. Vuelve a mirarlo y, acercándose a mí, murmura:
—Nos hemos visto un par de veces. Arthur es muy majo. Hemos tomado algo y...
—¡Guau! Aquí hay tema que te quemas —me mofo, y Marta suelta una carcajada.
Sin disimulo, miro al tal Arthur. Es un joven de mi edad, alto, con gafitas y guapete. Él, al ver que lo miro, me sonríe, pero su mirada de nuevo vuela hacia Marta mientras recoge unos vasos de la mesa de al lado.
—Le gustas mucho —canturreo.
—Me consta, pero no puede ser —contesta riendo Marta.
—¿Y por qué no puede ser? —pregunto, curiosa.
Marta toma primero un trago de su cerveza.
—Salta a la vista, ¿no? Es más joven que yo. Arthur sólo tiene veinticinco años. ¡Es un niño!
—Oye..., pues tiene la misma edad que yo. Por cierto, ¿cuántos años tienes tú?
—Veintinueve.
La carcajada que suelto provoca que varias personas nos miren.
—¿Y por cuatro años piensas eso? Venga ya, Marta, por favor: te consideraba más moderna para no preocuparte por la chorrada de la edad. ¿Desde cuándo el amor tiene edad? Y antes de que digas nada, quiero que sepas que si tu hermano fuera más pequeño que yo y a mí me gustara, no me pararía nada. Absolutamente nada. Porque, como dice mi padre, la vida... ¡es para vivirla!
Nos reímos las dos, y cuando va a responder, escuchamos a nuestras espaldas:
—Marta, qué bueno verte por aquí.
Ambas nos volvemos y nos encontramos a dos hombres y una mujer. Ellos, muy monos, por cierto. Marta sonríe, se levanta y los abraza. Segundos después, mirándome a mí, dice:
—LALI, te presento a Anita, Reinaldo y Klaus. Ellos trabajan conmigo en el hospital y Anita tiene una maravillosa y exclusiva tienda de moda.
Se sientan con nosotras y, olvidándome de mis problemas, me centro en conocer a esos muchachos, que rápidamente nos hacen reír. Reinaldo es cubano y sus expresiones tan latinas me encantan. Mi móvil suena. Es PETER. Sin querer evitarlo, lo cojo, y todo lo seria que puedo contesto:
—Dime, PETER.
—¿Dónde estás?
Como no sé realmente dónde estoy, al observar a Marta reír con los muchachos, se me ocurre responder:
—Estoy con tu hermana y unos amigos tomando algo.
—¿Qué amigos? —pregunta PETER con impaciencia.
—Pues no lo sé, PETER... Unos. ¡Yo qué sé!
Oigo que resopla. Eso de no controlar dónde y en especial con quién estoy le enfada, pero me muestro dispuesta a que me deje disfrutar del momento.
—¿Qué quieres?
—Regresa a casa.
—No.
—LALI, no sé dónde estás ni con quién estás —insiste, y noto la tensión en su voz—. Estoy preocupado por ti. Por favor, dime dónde estás e iré a buscarte, pequeña.
Silencio..., silencio sepulcral, y antes de que él vuelva a decir algo que me ablande, añado:
—Voy a colgar. Quiero disfrutar del bonito día de Reyes y creo que con esta gente lo voy a hacer. Por cierto, espero que tú también lo disfrutes en compañía de tu sobrino. Sois tal para cual. Adiós.
Dicho esto, cuelgo.
¡Madre mía, lo que acabo de hacer!
¡He colgado a Iceman!
Esto le habrá enfadado muchísimo. El móvil vuelve a sonar. PETER. Corto la llamada, y cuando insiste, directamente lo apago. Me da igual que se enoje. Por mí como si se da de cabezazos contra la pared. Me integro en la conversación e intento olvidarme de mi alemán.
Los amigos de Marta son divertidísimos, y al salir del local vamos a comer algo a un restaurante. Como siempre, todo buenísimo. O como siempre, mi hambre es atroz. Tras salir del restaurante, Reinaldo propone ir a un establecimiento cubano, y de cabeza vamos.
Cuando entramos en Guantanamera, Reinaldo nos presenta a muchos paisanos que como él viven en Múnich. ¡Madre mía, qué cantidad de cubanos viven aquí! Media hora después, ya soy cubana y digo eso de «ya tú sabes mi amol».
Marta y yo nos ponemos hasta arriba de mojitos. Menuda es Marta. Es todo lo opuesto a su hermano tratándose de diversión. Es más española que la tortilla de patatas, y eso me lo demuestra por la marcha que tiene. La tía es de las mías, y juntas hacemos buena camarilla. Anita tampoco se queda atrás. Cuando suena la canción Quimbara de la maravillosa Celia Cruz, Reinaldo me invita a bailar, y yo acepto.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá
Ay, si quieres gozar, quieres bailar. ¡Azúcar!
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
¡Madre míaaaaaaa, qué marcha!
Reinaldo baila maravillosamente bien, y yo me dejo llevar. Muevo caderas. Subo brazos. Pasito para adelante. Pasito para atrás. Doy vueltas. Muevo hombros y
¡azúcarrrrrrrrrrrrr!
Las horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!
Sobre las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos, me mira y dice entregándome su móvil:
—Es PETER. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.
Resoplo y, ante la mirada de la joven, lo cojo.
—Dime, pesadito, ¿qué quieres?
—¿Pesadito? ¿Me acabas de llamar pesadito?
—Sí, pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto una risotada.
—¿Por qué has apagado el móvil?
—Para que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones de San Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.
—¿Has bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.
Consciente de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo, exclamo:
—¡Ya tú sabes mi amol!
—LALI, ¿estás borracha?
—¡Noooooooooooooo! —me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—: Venga Iceman, ¿qué quieres?
—LALI, quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.
—Ni lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.
—¡Por el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...
—Corto y cambio, guaperas.
Le paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermano le dice, lo cierra. Apartándome del grupo, cuchichea:
—Que sepas que mi hermano me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve de regreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.
Escuchar eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:
—¡Qué tiemble el mundo, mi amol!
Marta suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá mientras gritamos: «¡Azúcar!».
De madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra susurro:
—¿Quieres pasar? Seguro que el pitufo gruñón tiene algo que decir.
—Ni lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y a huir del país. Cuando me pille PETER, me va a despellejar.
—¡Que no me entere yo que me lo cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.
Pero antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece PETER con la cara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándome para mirar a su hermana, sisea:
—Ya hablaré contigo..., hermanita.
Marta asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro en medio de la calle. PETER me agarra del brazo, apremiándome.
—Vamos..., regresemos a la casa.
De pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo que podamos lamentar, me suelto de PETER y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con
calma:
—Tranquilo, Susto, no pasa nada.
El animal se acerca a mí y me rodea cuando PETER pregunta:
—¿Conoces a ese chucho?
—Sí. Es Susto.
—¿Susto? ¿Le has llamado Susto?
—Pues sí. ¿A que es muy monoooooo?
Sin dar crédito a lo que ve, PETER arruga la cara.
—Pero ¿qué lleva en el cuello?
—Está resfriado y le he hecho una bufanda para él —aclaro, encantada.
El perro posa su huesuda cabeza en mi pierna y lo toco.
—No lo toques. ¡Te morderá! —grita PETER, enfadado.
Eso me hace reír. Estoy segura de que PETER lo mordería antes a él.
—No toques a ese sucio chucho, LALI, ¡por el amor de Dios! —insiste.
Un ruidito sale de la garganta del animal y, divertida, me agacho.
—Ni caso de lo que éste diga, ¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa nada.
El perro, tras echar una última ojeada a un descolocado PETER, se aleja y veo que se mete en la destartalada caseta. PETER, sin decir nada más, comienza a andar y yo le pregunto:
—¿Puedo llevar a Susto a casa?
—No, ni lo pienses.
¡Lo sabía! Pero insisto:
—Pobrecito, PETER. ¿No ves el frío que hace?
—Ese chucho no entrará en mi casa.
¡Ya estamos con su casa!
—Anda, mi amol. ¡Porfapleaseeee!
No contesta, y al final, decido seguirlo. Ya insistiré en otro momento. Mientras camino tras él, poso mi mirada en su trasero y en sus fuertes piernas.
¡Guau! Ese culo apretado y esas fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que pueda remediarlo, ¡zas!, le doy un azote.
PETER se para, me mira con una mala leche que para qué, no dice nada y continúa andando. Yo sonrío. No me da miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho, cojo nieve con las manos y se la tiro al centro de su bonito trasero. PETER se para. Maldice en alemán y sigue andando.
¡Aisss, qué poco sentido del humor!
Vuelvo a coger más nieve, y esta vez se la tiro directamente a la cabeza. El proyectil le impacta en toda la coronilla. Suelto una carcajada. PETER se da la vuelta. Clava sus fríos ojos en mí y sisea:
—LALI..., me estás enfadando como no te puedes ni imaginar.
¡Dios...! ¡Dios, qué sexy! ¡Cómo me pone!
Continúa su camino y yo lo sigo. No puedo apartar mis ojos de él a pesar del frío que tengo, y sonrío al imaginar todo lo que le haría en ese instante. Cuando entramos en la casa, él se marcha a su despacho sin hablarme. Está muy enfadado. Un calorcito maravilloso toma todo mi cuerpo. Ahora soy consciente del frío que hace en el exterior. Pobre Susto. Cuando me despojo del abrigo, decido seguirlo al despacho. Le deseo. Pero antes de entrar me quito las empapadas botas y los vaqueros. Me estiro la camiseta, que me llega hasta la mitad de los muslos, y abro la puerta. Cuando entro, PETER está sentado a su mesa ante el ordenador. No me mira.
Camino hacia él, y cuando llego a su altura, sin importarme su gesto incómodo, me siento a horcajadas sobre él. En este momento, es consciente de que no llevo pantalones. Sus ojos me dicen que no quiere ese contacto, pero yo sí quiero. Exigente, le beso en los labios. Él no se mueve. No me devuelve el beso. Me castiga. Mi frío Iceman es un témpano de hielo, pero yo con mi furia española he decidido descongelarlo. Vuelvo a besarlo, y cuando siento que él no colabora, murmuro cerca de su boca:
—Te voy a follar y lo voy a hacer porque eres mío.
Sorprendido, me mira. Pestañea y vuelvo a besarlo. Esta vez su lengua está más receptiva, pero sigue sin querer colaborar. Le muerdo el labio de abajo, tiro de él y, mirándolo a los ojos, se lo suelto. Después, enredo mis dedos en su cabello y me contoneo sobre sus piernas.
—Te deseo, cariño, y vas a cumplir mis fantasías.
—LALI..., has bebido.
Me río y asiento.
—¡Oh, sí!, me he tomado unos mojitos, mi amol, que estaban de muelte. Pero escucha, sé muy bien lo que hago, por qué lo hago y a quién se lo hago, ¿entendido?
No habla. Sólo me mira. Me levanto de sus piernas. Estoy por hacer lo que hacen en las películas, tirar todo lo que hay sobre la mesa al suelo, pero lo pienso y no. Creo que eso le va a enfadar más. Al final, echo a un lado el portátil y me siento en la mesa. PETER me observa. Se le ha comido la lengua el gato, y yo, dispuesta a conseguir mi propósito, cojo una de sus manos y la paso por encima de mis braguitas. Mi humedad es latente y siento que traga con dificultad.
—Quiero que me devores. Anhelo que metas tu lengua dentro de mí y me hagas chillar porque mi placer es tu placer, y ambos los dueños de nuestros cuerpos.
Cuando termino de decir eso ya respira de forma algo entrecortada. ¡Hombres! Lo estoy excitando, pero decidida a volverlo loco continúo mientras me quito la camiseta.
—Tócame. Vamos, Iceman, lo deseas tanto como yo. ¡Hazlo! —exijo.
Mi Iceman se descongela por segundos. ¡Bien! Acerca su boca a mi pecho derecho y, en décimas de segundo, me devora el pezón.
¡Oh, sí! Colosal.
¡Me gusta!
Sus ojos fríos ahora son salvajes y retadores. Sigue enfadado, pero el deseo que siente por mí es igual al que yo siento por él. Cuando abandona mi pezón, se reclina en su asiento. El morbo se instala en su cuerpo.
—Levántate de la mesa y date la vuelta —murmura.
Hago lo que me pide. Poso mis pies en el suelo y, vestida sólo con mi tanga, me vuelvo. Él retira la silla hacia atrás, se levanta y acerca su erección a mi trasero, mientras sus manos vuelan a mi cintura y me aprieta contra él. Yo jadeo. Me da un azote. Pica. Después me da otro, y cuando voy a protestar, acerca su boca a mi oreja y dice:
—Has sido una chica muy mala y como mínimo te mereces unos azotes.
Eso me hace sonreír. Vale..., si quiere jugar, ¡jugaremos!
Me doy la vuelta y, sin dejar de mirarle a los ojos, meto mi mano en el interior de sus pantalones, le agarro los testículos y, mientras se los toco, le pregunto:
—¿Quieres que te demuestre lo que le hago yo a los chicos malos? Tú también has sido malo esta mañana, cielo. Muy..., muy malo.
Eso lo paraliza. Que yo tenga en mis manos sus testículos no le hace mucha gracia. Estoy segura de que piensa que le puedo hacer daño.
—LALI...
De un tirón, le bajo el pantalón seguido de los calzoncillos, y su enorme erección queda esplendorosa ante mí. ¡Guau, madre mía! Lo empujo y cae sobre la silla. Vuelvo a sentarme a horcajadas sobre él y le pido:
—Arráncame el tanga.
Dicho y hecho. PETER tira de él, rompiéndolo, y mi húmeda vagina descansa sobre su dura erección. No le doy tiempo a que piense; me alzo y lo meto dentro de mí. Estoy tan mojada..., tan excitada..., que su erección entra totalmente, y cuando me encuentro encajada en él, exijo:
—Mírame.
Lo hace. ¡Dios, es todo tan morboso!
—Así..., así quiero tenerte. Así siempre estamos de acuerdo.
Mis caderas se contraen y mi vagina lo succiona mientras siento que se quita los pantalones y éstos quedan tendidos de cualquier manera en el suelo. PETER jadea ante una nueva acometida mía y le beso. Esta vez su boca me devora y me exige que continúe haciéndolo. Yo paro mis movimientos. No nos movemos. Sólo estamos encajados el uno en el otro y disfrutamos del morbo que nos ocasiona la situación. La excitación es máxima. Es plena, y entonces mi alemán se levanta conmigo encajada en él, me lleva hasta la escalera de la librería y me empotra contra ella.
—Agárrate a mi cuello.
Sin demora, le hago caso. Él se coge a una de las tablas de la escalera que hay por encima de mi cabeza y se hunde totalmente en mí, y yo grito.
Una..., dos..., tres... Tensión.
Cuatro..., cinco..., seis... Jadeos.
Mi Iceman me hace suya mientras yo le hago mío. Ambos disfrutamos. Ambos jadeamos. Ambos nos poseemos.
Una y otra vez, me empala, y yo lo recibo, hasta que mi grito de placer le hace saber que el clímax me ha llegado, y él se deja ir mientras se hunde en una última y poderosa ocasión en mí.
Durante unos segundos, los dos permanecemos en esta posición, contra la escalera y apretados el uno contra el otro, hasta que se suelta de la barandilla, me coge de la cintura y regresamos a la silla. Cuando se sienta, aún dentro de mí, me besa.
—Sigo enfadado contigo —asegura.
Eso me hace sonreír.
—¡Bien!
—¿Bien? —pregunta, sorprendido.
Lo beso. Lo miro. Le guiño un ojo.

—¡Mmm! Tu enfado hace que tenga una interesante noche por delante.

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