Como
ya imaginaba, durante el tratamiento PETER se ha vuelto todavía más
insoportable. Un auténtico tirano con todos. No le hace gracia nada de lo que
tiene que hacer y protesta día sí, día también. Como lo conozco, no le hago ni
caso, aunque a veces sienta unas irrefrenables ganas de meter su cabeza en la
piscina y no sacarla.
Marta
ha hablado con varios especialistas durante estos días. Como es lógico, quiere
lo mejor para su hermano y me mantiene informada de todo. Las gotas que PETER
se tiene que echar en los ojos lo destrozan. Le duele la cabeza, le revuelven
el estómago y no le dejan ver bien. Se agobia.
—¿Otra
vez? —protesta PETER.
—Sí,
cariño. Toca echarlas de nuevo —insisto.
Maldice,
blasfema, pero, cuando ve que no me muevo, se sienta y, tras resoplar, me
permite hacerlo.
Sus
ojos están enrojecidos. Demasiado. Su color azul está apagado. Me asusto. Pero
no dejo que vea el miedo que tengo. No quiero que se agobie más. Él también
está asustado. Lo sé. No dice nada, pero su furia me hace ver el temor que
tiene a su enfermedad.
Es
de noche y estamos envueltos por la oscuridad de nuestra habitación. No puedo
dormir. Él, tampoco. Sorprendiéndome, pregunta:
—LALI,
mi enfermedad avanza. ¿Qué vas a hacer?
Sé
a lo que se refiere. Me acaloro. Deseo machacarle por permitirse pensar
tonterías. Pero, volviéndome hacia él en la oscuridad, respondo:
—De
momento, besarte.
Lo
beso, y cuando mi cabeza vuelve a estar sobre la almohada, añado:
—Y,
por supuesto, seguir queriéndote como te quiero ahora mismo, cariño.
Permanecemos
callados durante un rato, hasta que insiste:
—Si
me quedo ciego, no voy a ser un buen compañero.
La
carne se me pone de gallina. No quiero pensar en ello. No, por favor. Pero él
vuelve al ataque.
—Seré
un estorbo para ti, alguien que limitará tu vida y...
—¡Basta!
—exijo.
—Tenemos
que hablarlo, LALI. Por mucho que nos duela, tenemos que hablarlo.
Me
desespero. No tengo nada de que hablar con él. Da igual lo que le pase. Yo le
quiero y le voy a seguir queriendo. ¿Acaso no se da cuenta de ello? Pero, al
final, sentándome en la cama, siseo:
—Me
duele oírte decir eso. ¿Y sabes por qué? Porque me haces sentir que si alguna
vez
a mí me pasa algo debo dejarte.
—No,
cariño —murmura, atrayéndome hacia él.
—Sí...,
sí, cariño —insisto—. ¿Acaso yo soy diferente a ti? No. Si yo tengo que
plantearme tener que dejarte, tú deberás plantearte tener que dejarme a mí ante
una enfermedad. —Con cierta sensación de agitación, continúo hablando—: ¡Oh,
Dios!, espero que nunca me pase nada, porque, si encima de que me pasa algo,
tengo que vivir sin ti, sinceramente, no sabría qué hacer.
Tras
un silencio que me da a entender que PETER ha comprendido lo que he dicho, me
acerca a él y besa mi frente.
—Eso
nunca ocurrirá porque...
No
le dejo continuar. Me levanto de la cama. Abro mi cajón. Saco varias cosas,
entre ellas una media negra, y sentándome a horcajadas sobre él, digo:
—¿Me
dejas hacer algo?
—¿El
qué? —pregunta, sorprendido por el giro de la conversación.
—¿Confías
en mí?
Pese
a la oscuridad de nuestra habitación, veo que asiente.
—Levanta
la cabeza.
Me
hace caso. Con delicadeza, paso la media negra alrededor de su cabeza, sobre
sus ojos, y hago un nudo atrás.
—Ahora
no ves absolutamente nada, ¿verdad?
No
habla; sólo niega con la cabeza. Me tumbo sobre él.
—Aunque
algún día no me veas, adoro tu boca —la beso—, adoro tu nariz —la beso—, adoro
tus ojos —los beso por encima de la media— y adoro tu bonito pelo y, sobre
todo, tu manera de gruñir y enfadarte conmigo.
Me
siento sobre él, y cogiéndole las manos, las pongo sobre mi cuerpo.
—Aunque
algún día no me veas —prosigo—, tus fuertes manos me podrán seguir tocando. Mis
pechos se seguirán excitando ante tu roce y tu pene. ¡Oh, Dios, tu duro, alucinante,
morboso y enloquecedor pene! —musito, excitada, mientras me aprieto contra él—.
Será el que me haga jadear, enloquecer y decirte eso de «Pídeme lo que
quieras».
Las
comisuras de sus labios se curvan. ¡Bien! Estoy consiguiendo que sonría. Con ganas
de seguir, pongo en sus manos la joya anal y murmuro, llevándola a su boca.
—Chúpala.
Hace
lo que le pido y después guío su mano hasta mi trasero y susurro cerca de su
cara:
—Aunque
algún día no me veas, seguirás introduciendo la joya en, como dices tú, «mi
bonito culito». Y lo harás porque te gusta, porque me gusta y porque es nuestro
juego, cariño. Vamos, hazlo.
PETER,
a tientas, toca mi trasero, y cuando localiza el agujero de mi ano, hace lo que
le pido. Mete la joya anal, mi cuerpo la recibe, y ambos jadeamos.
Excitada
por lo que estoy haciendo, paseo mi boca por su oreja.
—¿Te
gusta lo que has hecho, cariño?
—Sí...,
mucho —ronronea mientras me aprieta con sus manos las nalgas.
Su
deseo sexual crece por segundos. Esto lo excita mucho, y mientras mueve la joya
en mí, digo, deseosa de volverlo loco:
—Aunque
algún día no me veas, podrás seguir devorándome a tu antojo. Abriré mis piernas
para ti y para quien tú me digas, y te juro que disfrutaré y te haré disfrutar
de ello como lo haces siempre. Y lo harás porque tú guiarás. Tú tocarás. Tú
ordenarás. Soy tuya,
cariño,
y sin ti, nada de nuestro juego es válido porque a mí no me vale. —PETER gime,
y yo añado—: Vamos, hazlo. Juega conmigo.
Me
bajo de su cuerpo y me tumbo a su lado. Tiro de su mano y la coloco sobre mí. A
tientas, me toca; su boca, desesperada, pasea por mi cuerpo, por mi cuello, mis
pezones, mi ombligo, mi monte de Venus, y le guío hasta dejarlo justo entre mis
piernas. Sin necesidad de que me lo pida, las abro para él.
—¿Más
abiertas? —pregunto.
PETER
me toca.
—Sí.
Sonrío,
y me abro más.
En
décimas de segundo me devora. Su lengua entra y busca mi clítoris. Juega con
él. Tira de él con los labios, y cuando lo tiene hinchado, da toquecitos que me
hacen gritar y arquearme, enloquecida. Me muevo. Jadeo. Él mueve mi joya anal
al mismo tiempo que tira de mi clítoris, y yo me vuelvo loca. Con fogosidad me
agarra con sus manos los muslos y me menea a su antojo sobre su boca mientras
yo, con mi mano, le toco el pelo y murmuro, gustosa:
—No
necesitas ver para darme placer. Para hacerme feliz. Para volverme loca.
Así..., cariño..., así.
Durante
unos minutos, mi loco amor prosigue con su asolador ataque.
Calor...,
calor..., tengo mucho calor, y él me lo provoca.
En
la oscuridad de la habitación, yo lo observo. Con movimientos elegantes y
felinos se mueve como un tigre sobre mí, devorando a su presa. Él a mí no me
puede ver. La oscuridad y la media que le he puesto alrededor de los ojos se lo
impiden. Su respiración se acelera. Su boca busca la mía y me besa. Instantes
después, y sin hablar, con una de sus manos, coge su erección mientras con la
otra toca la humedad de mi vagina.
—Estoy
empapada por ti, cariño —le susurro al oído—. Sólo por ti.
Con
desespero, guía su dura erección por mi hendidura, hasta que con un certero
movimiento se introduce en mí. Los dos jadeamos. PETER me agarra, se aprieta
contra mí mientras menea sus caderas y yo apenas me puedo mover. Su peso me
inmoviliza. Me chupa el cuello. Yo a él le muerdo el hombro.
—Aunque
algún día no me veas, seguirás poseyéndome con pasión, con fuerza y con
vitalidad, y yo te recibiré siempre, porque soy tuya. Tú eres mi fantasía. Yo
soy la tuya. Y juntos, disfrutaremos ahora y siempre, cariño.
PETER
no habla. Sólo se deja llevar por el momento. Y, cuando los dos llegamos al
clímax, me abraza y afirma:
—Sí,
cariño. Ahora y siempre.
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