A
las nueve, me despierto. Bueno, me despierta el despertador. Lo pongo porque yo
soy de dormir hasta las doce si nadie me avisa. Como siempre, estoy sola en la
cama, pero sonrío al saber que es la mañana de Reyes.
¡Qué
bonita mañana!
Ataviada
con el pijama y la bata, saco mis regalos, que están guardados en el armario, y
bajo la escalera dispuesta a repartirlos.
¡Vivan
los Reyes Magos!
Paso
por la cocina e invito a Simona y Norbert a unirse a nosotros. Tengo regalos
para ellos también. Cuando entro en el comedor, PETE y Flyn juegan con la Wii.
El crío, en cuanto me ve, tuerce el gesto, y yo, dichosa como una niña, paro la
música desde el mando de PETER, los miro y anuncio feliz:
—Los
Reyes Magos me han dejado regalos para vosotros.
PETER
sonríe y Flyn dice:
—Espera
a que terminemos la partida.
¡La
madre que parió al niño!
Su
falta de ilusión me deja K. O. Vamos ¡igualito que mi sobrina Luz, que con
seguridad estará gritando y saltando de felicidad al ver los regalos bajo el
árbol! Pero dispuesta a no hacerle ni puñetero caso, levanto a PETER del sillón
cuando Norbert y Simona entran.
—Venga,
vamos a sentarnos junto al árbol. Tengo que daros vuestros regalos.
Flyn
vuelve a protestar, pero esta vez PETER lo regaña. El crío se calla, se levanta
y se sienta con nosotros junto al árbol. Entonces, PETER se saca cuatro sobres
del bolsillo de su pantalón y nos da uno a cada uno.
—¡Feliz
Navidad!
Simona
y Norbert se lo agradecen y, sin abrirlos, los guardan en sus bolsillos. Yo no
sé qué hacer con el sobre mientras observo que Flyn lo abre.
—¡Dos
mil euros! ¡Gracias, tío!
Incrédula,
alucinada, patitiesa y boquiabierta, miro a PETER y le pregunto:
—¿Le
estás dando un cheque de dos mil euros a un niño el día de Reyes?
PETER
asiente.
—No
hace falta que haga la tontería de los regalos —opina el niño—. Ya sé quiénes
son los Reyes Magos.
Esa
explicación no me convence y, mirando a mi Iceman, protesto.
—¡Por
el amor de Dios, PETER! ¿Cómo puedes hacer eso?
—Soy
práctico, cielo.
En
este instante, Simona le entrega a Flyn una pequeña caja. El niño la abre y
grita con entusiasmo al encontrarse un nuevo juego de la Wii. Encantada con su
felicidad, aunque sea por otro jueguecito que lo mantendrá enganchado a la
televisión, le doy a Simona y Norbert mis regalos. Son una chaqueta de lana
para ella y un juego de guantes y bufanda para él. Ambos los miran con gozo y
no paran de agradecérmelo mientras se disculpan por no tener ningún regalo para
mí. ¡Pobres, qué mal rato están pasando!
Continúo
sacando paquetes de mi enorme bolsa. Le entrego a PETER uno, y varios a Flyn.
PETER rápidamente abre el suyo y sonríe al ver la bufanda azulona que le he
comprado y la camisa de Armani. ¡Le encanta! Flyn nos observa con sus paquetes
en la mano. Dispuesta a firmar la pipa de la paz con el niño, lo miro con
cariño.
—Vamos,
cielo —lo animo—. Ábrelos. ¡Espero que te gusten!
Durante
unos instantes, el niño contempla los paquetes y la caja que he dejado ante él.
Se centra en la enorme caja envuelta en papel rojo. Me mira a mí y a la caja
alternativamente, pero no la toca.
—Te
prometo que no muerde —suelto al final en tono cómico.
Receloso
como siempre, Flyn coge la caja. Simona y Norbert lo alientan a que la abra.
Durante unos segundos la requetemira como si no supiera qué hacer con ella.
—Rompe
el papel. Vamos, tira de él —le digo.
Inmediatamente
hace lo que le pido y comienza a desenvolver el regalo ante la sonrisa de PETER
y la mía. Una vez que le quita el bonito papel, la caja está cerrada.
—Vamos,
¡ábrela!
Cuando
el crío abre la caja y ve lo que hay en ella, de su boca sale un «¡Oh!».
Sí,
sí, sí... ¡Le ha gustado!
Lo
sé. Se le nota.
Yo
sonrío triunfal y miro a PETER. Pero su gesto ha cambiado. Ya no sonríe. Simona
y Norbert tampoco. Todos miran el skateboard verde con gesto serio.
—¿Qué
ocurre? —pregunto.
PETER
le quita al niño el skate de las manos y lo mete en la caja.
—LALI,
devuelve esto.
Al
momento recuerdo lo que Marta me dijo. ¡Problemas! Pero me niego a querer
entender nada y replico:
—¿Que
lo devuelva? ¿Por qué?
Ninguno
contesta. Saco de nuevo el skate verde de la caja y se lo enseño a Flyn.
—¿No
te gusta?
El
crío, por primera vez desde que lo conozco, me mira expectante. Ese regalo lo
ha impresionado. Sé que el skate le ha gustado. Me lo dicen sus ojos,
pero soy consciente de que no quiere decir nada ante el gesto duro de PETER.
Dispuesta a batallar, dejo el skate a un lado e insto a que el niño abra
los otros regalos. Tras abrirlos, tiene ante él un casco, unas rodilleras y las
coderas. Después, cojo de nuevo el skate y me dirijo a mi Iceman:
—¿Qué
le ocurre al skate?
PETER,
sin mirar lo que tengo en las manos, dice:
—Es
peligroso. Flyn no sabe utilizarlo y, más que pasarlo bien con él, lo que se
hará será daño.
Norbert
y Simona asienten con la cabeza, pero yo, incapaz de dar mi brazo a torcer,
insisto:
—He
comprado todos los accesorios para que el daño sea mínimo mientras aprende. No
te agobies, PETER. Ya verás cómo en cuatro días lo domina.
—LALI
—dice con voz muy tensa—, Flyn no montará en ese juguete.
Incrédula,
respondo:
—Venga
ya, pero si es un juguete para pasarlo bien. Yo le puedo enseñar.
—No.
—Enseñé
a Luz a utilizarlo y tendrías que ver cómo lo monta.
—He
dicho que no.
—Escucha,
cielo —sigo a pesar de sus negativas—, no es difícil aprender. Es sólo cogerle
el truco y mantener el equilibrio. Flyn es un niño listo, y estoy segura de que
aprenderá rápidamente.
PETER
se levanta, me quita el skateboard de las manos y puntualiza alto y
claro:
—Quiero
esto lejos de Flyn, ¿entendido?
¡Dios,
cuando se pone así, lo mataría! Me levanto, le quito el skate de las
manos y gruño:
—Es
mi regalo para Flyn. ¿No crees que debería ser él quien dijera si lo quiere o
no?
El
niño no habla. Sólo nos observa. Pero finalmente dice:
—No
lo quiero. Es peligroso.
Simona,
con la mirada, me pide que me calle. Que lo deje estar. Pero no, ¡me niego!
—Escucha,
Flyn...
—LALI
—interviene PETER, quitándome de nuevo el skate—, te acaba de decir que
no lo quiere. ¿Qué más necesitas escuchar?
Malhumorada,
le vuelvo a arrancar el puñetero skateboard de las manos.
—Lo
que he oído es lo que ¡tú! querías que dijera. Déjale a él que responda.
—No
lo quiero —insiste el crío.
Con
el skate en las manos me acerco a él y me agacho.
—Flyn,
si tu quieres, yo te puedo enseñar. Te prometo que no te vas a hacer daño,
porque yo no lo voy a permitir y...
—¡Se
acabó! ¡He dicho que no y es que no! —grita PETER—. Simona, Norbert, llévense a
Flyn del salón; tengo que hablar con MARIANA.
Cuando
los otros salen del salón y nos quedamos solos, PETER sisea:
—Escucha,
LALI, si no quieres que discutamos delante del niño o del servicio, ¡cállate!
He dicho que no al skate. ¿Por qué insistes?
—Porque
es un niño, ¡joder! ¿No has visto sus ojos cuando lo ha sacado de la caja? Le
ha gustado. Pero ¿no te has dado cuenta?
—No.
Deseosa
de llamarle de todo menos bonito, protesto.
—No
puede estar todo el día enganchado a la Wii, a la Play o a la... Pero ¿qué
clase de niño estás criando? No te das cuenta de que el día de mañana va a ser
un niño retraído y miedoso.
—Prefiero
que sea así a que le pueda pasar algo.
—Desde
luego, algo le pasará con la educación que le estás dando. ¿No has pensado que
llegará un momento en el que él quiera salir con los amigos o con una chica, y
no sabrá hacer nada, a excepción de jugar con la Wii y obedecer a su tío? ¡Vaya
dos!, desde luego sois tal para cual.
PETER
me mira, me mira y me mira, y al final responde:
—Que
vivas conmigo y el niño en esta casa es lo más bonito que me ha ocurrido en
muchos años, pero no voy a poner en peligro a Flyn porque tú creas que él deba
ser
diferente.
He aceptado que metieras en casa este horrible árbol rojo, he obligado al niño
a que escriba tus absurdos deseos para decorarlo, pero no voy a claudicar en
cuanto a lo que a la educación de Flyn concierne. Tú eres mi novia, me has
propuesto acompañar a mi sobrino cuando yo no esté, pero Flyn es mi
responsabilidad, no la tuya; no lo olvides.
Sus
duras palabras en una mañana tan bonita como es la de Reyes me retuercen el
corazón. ¡Será capullo! Su casa. Su sobrino. Pero no dispuesta a llorar como
una imbécil, saco mi mal genio y siseo mientras recojo con premura todos los
regalos del niño y los meto en la bolsa original:
—Muy
bien. Le haré un cheque a tu sobrino. Seguro que eso le gusta más.
Sé
que mis palabras y en especial mi tono de voz molestan a PETER, pero estoy
dispuesta a molestarle mucho, mucho y mucho.
—Dijiste
que la habitación vacía de esta planta era para mí, ¿verdad?
PETER
asiente, y yo me encamino hacia ella. Abro la puerta del salón y me encuentro
con Simona, Norbert y Flyn. Miro al pequeño y digo con sus regalos en la mano:
—Ya
puedes entrar. Lo que tu tío y yo teníamos que hablar ya está hablado.
Con
premura me encamino hacia esa habitación, abro la puerta y dejo caer en el
suelo el skate y todos sus accesorios. Con el mismo brío, regreso al
salón. Simona y Norbert han desaparecido y sólo están PETER y Flyn, que me
miran al entrar. Con el gesto desencajado le digo al pequeño, que me observa:
—Luego,
te doy un cheque. Eso sí, no esperes que sea tan abultado como el de tu tío,
pues punto uno: no estoy de acuerdo con darte tanto dinero y punto dos: ¡yo no
soy rica!
El
crío no responde. El mal rollo está instalado en el comedor y no estoy
dispuesta a ser yo quien lo cambie. Por ello, saco el sobre que PETER me ha
entregado, lo abro y, al ver un cheque en blanco, se lo devuelvo.
—Gracias,
pero no. No necesito tu dinero. Es más, ya me di por regalada con todas las
cosas que me compraste el otro día.
No
responde. Me mira. Ambos me miran, y como un huracán asolador, señalo el árbol,
dispuesta a rematar el momentito «Navidad».
—Vamos,
chicos, continuemos con esta bonita mañana. ¿Qué tal si leemos los deseos de
nuestro árbol? Quizá alguno se ha cumplido.
Sé
que los estoy llevando al límite. Sé que lo estoy haciendo mal, pero no me
importa. Ellos, en pocos días, me han sacado de mis casillas. De pronto, el
niño grita:
—¡No
quiero leer los tontos deseos!
—¿Y
por qué?
—Porque
no —insiste.
PETER
me mira. Comprende que estoy muy cabreada y le desconcierta no saber cómo
pararme. Pero yo estoy embravecida, enloquecida de rabia por estar aquí con
estos dos obtusos y tan lejos de mi familia.
—Venga,
¿quién es el primero en leer un deseo del árbol?
Ninguno
habla, y al final, cómicamente cojo yo un deseo.
—Muy
bien..., ¡yo seré la primera y leeré uno de Flyn!
Le
quito la cinta verde y, cuando lo estoy desenrollando, el pequeño se lanza contra
mí y me lo quita de las manos. Le miro sorprendida.
—¡Odio
esta Navidad, odio este árbol y odio tus deseos!—exclama—. Has enfadado a mi
tío y por tu culpa el día de hoy está siendo horrible.
Miro
a PETER en busca de ayuda, pero nada, no se mueve.
Deseo
gritar, montar la tercera guerra mundial en el salón, pero al final hago lo
único que puedo hacer. Agarro el puñetero árbol de Navidad rojo y a rastras lo
saco del salón para meterlo en la habitación donde he dejado anteriormente el skateboard.
—Señorita
LALI, ¿está usted bien? —pregunta Simona, descolocada.
¡Pobre
mujer! ¡Vaya mal rato que está pasando!
—Relájese
—añade antes de que yo le pueda responder, y me coge de las manos—. El señor,
en ocasiones, es algo recto con las cosas del niño, pero lo hace por su bien.
No se enfade usted, señorita.
Le
doy un beso en la mejilla. ¡Pobre!, y mientras camino escaleras arriba murmuro:
—Tranquila,
Simona. No pasa nada. Pero voy a refrescarme, o esto va a terminar peor que
«Locura esmeralda».
Ambas
sonreímos. Cuando llego a la habitación y cierro la puerta, me pica el cuello.
¡Dios, los ronchones! Me miro en el espejo y tengo el cuello plagado de ellos.
¡Malditos!
Dispuesta
a salir de esta casa como sea, me quito el pijama. Me visto y, abrigada,
regreso al salón, donde esos dos ya están jugando con la Wii ¡Qué majos! A
grandes zancadas me acerco hasta ellos. Tiro del cable de la Wii y la
desconecto. La música se para; ambos me miran.
—Me
voy a dar una vuelta. ¡La necesito! —Y cuando PETER va a decir algo, lo señalo
y siseo—: Ni se te ocurra prohibírmelo. Por tu bien, ¡ni se te ocurra!
Salgo
de la casa. Nadie me sigue.
La
pobre Simona intenta convencerme de que me quede, pero sonriéndole le indico
que estoy bien, que no se preocupe. Cuando llego a la verja y salgo por la
pequeña puerta lateral, Susto viene a saludarme. Durante un rato camino
por la urbanización con el perro a mi lado. Le cuento mis problemas, mis
frustraciones, y el pobre animal me mira con sus ojos saltones como si
entendiera algo.
Tras
un largo paseo, cuando vuelvo a estar de nuevo frente a la verja de la casa, no
quiero entrar y llamo a Marta. Veinte minutos después, cuando casi no siento
los pies, Marta me recoge con su coche y nos marchamos. Me despido de Susto.
Necesito hablar con alguien que me conteste, o me volveré loca.
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