Tres
días después llega una furgoneta del aeropuerto con las cosas de mi pequeña
mudanza de Madrid.
Sólo
veinte cajas, pero ¡estoy pletórica! El resto sigue en mi casa. ¡Nunca se sabe!
Tener
mis cosas es importante, y durante días me dedico a colocarlas por toda la
casa. PETER y yo estamos bien. Tras la esplendorosa noche de sexo que tuvimos
el día de la discusión, no podemos parar de besarnos. Lo sorprendí. Lo tenté y
lo volví loco. Es vernos y desear tocarnos. Es estar solos y desnudarnos con
mayor pasión.
A
estas alturas, puedo asegurar que estoy enganchada a «Locura esmeralda». ¡Vaya
con el culebrón! En cuanto comienza, Simona me avisa, y las dos nos sentamos
juntitas en la cocina para ver sufrir a Esmeralda Mendoza. ¡Pobre chica!
Una
mañana suena el teléfono. Simona me lo pasa. Es mi padre.
—¡Papá!
—grito, encantada.
—¡Hola,
morenita! ¿Cómo estás?
—Bien,
pero echándote mucho de menos.
Hablamos
durante un rato y le cuento el problema que tengo con Flyn.
—Paciencia,
cariño —me indica—. Ese niño necesita paciencia y calorcito humano. Obsérvalo e
intenta sorprenderlo. Seguro que si lo sorprendes, ese niño te adorará.
—La
única manera de sorprenderlo es marchándome de esta casa. Créeme, papá, ese
niño es...
—Un
niño, hija. Con nueve años es un niño.
Resoplo
y suspiro.
—Papá,
Flyn es un viejo prematuro. Nada que ver con nuestra Luz. Protesta por todo,
¡me odia! Para él soy un grano en el culo. Tendrías que ver cómo me mira.
—Morenita...,
ese crío, para lo pequeño que es, ha sufrido mucho. Paciencia. Ha perdido a su
madre, y aunque su tío se ocupa de él, estoy segura de que se encuentra
perdido.
—Eso
no te lo niego. Intento acercarme a él, pero no me deja. Únicamente lo veo
feliz cuando está enganchado a la Wii o a la Play, solo o con su tío.
Mi
padre ríe.
—Es
porque todavía no te conoce. Estoy seguro de que en cuanto conozca a mi
morenita no podrá vivir sin ti.
Al
colgar lo hago con una tremenda sonrisa en los labios. Mi padre es el mejor.
Nadie como él para subir mi autoestima y darme fuerzas para todo.
Es
domingo, y PETER propone que lo acompañe al campo de tiro. Flyn y yo vamos con
él. Me presenta a todos sus amigos y, como siempre, cuando se enteran de que
soy
española,
me toca oír las palabras «olé», «toro» y «paella», cómo no. ¡Qué
pesaditos!
Observo
que PETER es un tirador certero y me sorprende. Con su problema en la vista
nunca habría pensado que pudiera practicar un deporte así. No me gustan las
armas. Nunca me han agradado, y cuando PETER me propone tirar, me niego.
—PETER,
ya te he dicho que no me gusta.
Sonríe.
Me mira y murmura, dándome un beso en los labios:
—Pruébalo.
Quizá te sorprenda.
—No.
He dicho que no. Si a ti te gusta, ¡adelante! No seré yo quien te quite este
placer. Pero no pienso hacerlo yo, ¡me niego! Es más, ni siquiera me parece
aceptable que Flyn las vea con tanta naturalidad. Las armas son peligrosas,
aunque sean olímpicas.
—En
casa, están bajo llave. Él no las toca. Lo tiene prohibido —se defiende.
—Es
lo mínimo que puedes hacer. Tenerlas bajo llave.
Mi
alemán sonríe y desiste. Ya me va conociendo, y si digo no, es no.
Pasan
unos cuantos días más y decido dar alegría a la casa. Me llevo de compras a
Simona. La mujer me acompaña encantada y se ríe cuando ve las cortinas color
pistacho que he comprado para el salón junto a los visillos blancos. Según
ella, al señor no le gustarán, pero según yo, le tienen que gustar. Sí o sí.
Trato infructuosamente de que Norbert y Simona me llamen LALI, pero es
imposible. El «señorita» parece mi primer nombre, y al final dejo de
intentarlo.
Durante
días compramos todo lo que se me antoja. PETER está feliz por verme tan
motivada y da carta blanca a todo lo que yo quiera hacer en la casa. Sólo
quiere que yo sea dichosa y se lo agradezco.
Tras
meditarlo conmigo misma, sin decir nada, meto a Susto en el garaje. Hace
mucho frío y su tos perruna me preocupa. El garaje es enorme, y el pobre animal
no pasará tanto frío. Le cambio la bufanda por otra que he confeccionado en
azul y está para comérselo. Simona, al verlo, protesta. Se lleva las manos a la
cabeza. «El señor se enfadará. Nunca ha querido animales en casa.» Pero yo le
digo que no se preocupe. Yo me ocupo del señor. Sé que la voy a liar como se
entere, pero ya no hay marcha atrás.
Susto
es buenísimo. El
animal no ladra. No hace nada, excepto dormitar sobre la limpia y seca manta
que le he puesto en un discreto lugar del garaje. Incluso cuando PETER llega
con el coche, cotilleo y sonrío al ver que Susto es muy listo y que sabe
que no se debe mover. Con la ayuda de Simona, lo sacamos fuera de la parcela
para que haga sus necesidades, y pocos días después, Simona adora al perro
tanto o más que yo.
Una
mañana, tras desayunar, PETER por fin me propone que le acompañe a la oficina.
Encantada, me pongo un traje oscuro y una camisa blanca, dispuesta a dar una
imagen profesional. Quiero que los trabajadores de mi chico se lleven una buena
opinión de mí.
Nerviosa
llego hasta la empresa Müller. Un enorme edificio y dos anexos componen las
oficinas centrales en Múnich. PETER va guapísimo con su abrigo azulón de
ejecutivo y su traje oscuro. Como siempre, es una delicia mirarlo. Desprende
sensualidad por sus poros, y autoridad. Eso último me pone. Cuando entramos en
el impresionante hall, la rubia de recepción nos mira, y los vigilantes jurados
saludan al jefazo. ¡Mi chico! A mí me miran con curiosidad, y cuando voy a
entrar por el torniquete, me paran. PETR, rápidamente, con voz de ordeno y
mando, aclara que soy su novia, y me dejan pasar sin la tarjetita con la V de
visitante.
¡Olé
mi chicarrón!
Yo
sonrío. El rostro de PETER es serio. Profesional. En el ascensor, coincidimos
con una guapa chica morena. PETER la saluda, y ella responde al saludo. Con disimulo
observo
cómo
lo mira esa mujer y por sus ojos sé que lo desea. Estoy por pisotearle un pie,
pero me contengo. No debo ser así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del
ascensor y llegamos a la planta presidencial, un «¡oh!» sale de mi boca. Esto
nada tiene que ver con las oficinas de Madrid. Moqueta negra. Paredes grises.
Despachos blancos. Modernidad absoluta. Mientras camino al lado de mi Iceman,
observo el gesto serio de la gente. Todos me miran y especulan; en especial,
las mujeres, que me escanean en profundidad.
Estoy
algo intimidada. Demasiados ojos y expresiones serias me contemplan y, cuando
nos paramos ante una mesa, PETER dice a una rubia muy elegante y guapa:
—Buenos
días, Leslie, te presento a mi novia, LALI. Por favor, pasa a mi despacho y
ponme al día.
La
joven me mira y, sorprendida, me saluda.
—Encantada,
señorita LALI. Soy la secretaria del señor LANZANI. Cuando necesite algo, no
dude en llamarme.
—Gracias,
Leslie —contesto, sonriendo.
Los
sigo y entramos en el impresionante despacho de PETER. Como era de esperar, es
como el resto de la oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en
la silla que él me ha indicado y, durante un buen rato, escucho la
conversación.
PETER
firma varios papeles que Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos solos
en el despacho, me mira y pregunta:
—¿Qué
te parecen las oficinas?
—La
bomba. Son preciosas si las comparas con las de España.
PETER
sonríe y, moviéndose en su silla, susurra:
—Prefiero
las de allí. Aquí no hay archivo.
Eso
me hace reír. Me levanto. Me acerco a él y cuchicheo:
—Mejor.
Si yo no estoy aquí, no quiero que tengas archivo.
Divertidos,
reímos, y PETER me sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me sujeta
con fuerza.
—Nadie
entrará sin avisar. Es una norma importantísima.
Me
río y lo beso, pero de pronto mi ceño se frunce.
—¿Importantísima
desde cuándo? —quiero saber.
—Desde
siempre.
Toc...
Toc... ¡¡Llamando los celos!! Y antes de que yo pregunte, PETER confiesa:
—Sí,
LALI, lo que piensas es cierto. He mantenido alguna que otra relación en este
despacho, pero eso se acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.
Intenta
besarme. Me retiro.
—¿Me
acabas de hacer la cobra? —inquiere, divertido.
Asiento.
Estoy celosa. Muy celosa.
—Cariño...
—murmura PETER—, ¿quieres dejar de pensar tonterías?
Me
deshago de sus manos. Rodeo la mesa.
—Con
PAULA, ¿verdad?
Un
instante después de mencionar ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que
haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero PETER responde con sinceridad:
—Sí.
Tras
un incómodo silencio, pregunto:
—¿Has
tenido algo con Leslie, tu secretaria?
PETER
se repanchinga en la silla y suspira.
—No.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Pero
aguijoneada por los celos insisto mientras el cuello comienza a picarme y me
rasco.
—¿Y
con la chica morena que subía con nosotros en el ascensor?
Piensa,
y finalmente responde:
—No.
—¿Y
con la rubia que estaba en recepción?
—No.
Y no te toques el cuello, o los ronchones irán a peor.
No
le hago caso y, no contenta con sus respuestas, pregunto:
—Pero
¿tú has dicho que has tenido sexo en este despacho?
—Sí.
¡Qué
picor de cuello! No doy crédito y cuchicheo fuera de mí:
—Me
estás diciendo que has jugado con alguien que trabaja en tu empresa.
—No.
PETER
se levanta y se acerca.
—Pero
si acabas de decir que...
—Vamos
a ver —me corta, quitándome la mano del cuello—, no he sido un monje y sexo he
tenido con varias mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy
a negar. Pero jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en
este despacho, a excepción de PAULA y NATALIE.
Al
recordar a esas arpías, mi corazón bombea de forma irregular.
—Claro...,
NATALIE, la señorita Fisher.
—Que
por cierto —aclara PETER mientras me sopla el cuello— Se ha trasladado a
Londres para desarrollar Müller en aquella ciudad.
Eso
me congratula. Tenerla lejos me agrada, y PETER, divirtiéndose con mis
preguntas, me abraza y me besa en la frente.
—Para
mí, hoy por hoy, la única mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi
cariño. Recuerda, entre nosotros no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos
que todo sea así para que lo nuestro funcione.
Nos
miramos.
Nos
retamos, y finalmente, PETER se acerca a mi boca.
—Si
intento besarte, ¿me harás la cobra de nuevo?
No
contesto a su pregunta.
—¿Tú
confías en mí? —digo.
—Totalmente
—responde—. Sé que no me ocultas nada.
Asiento,
pero lo cierto es que le oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué
mal me siento! Nada que tenga que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre
ellas que escondo un perro en casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que
su madre y Marta están apuntadas a un curso de paracaidismo.
¡Dios,
cuántas cosas le oculto!
PETER
me mira. Yo sonrío y, al final, resoplo y cuchicheo:
—¡Mira
cómo se me ha puesto el cuello por tu culpa!
PETER
ríe y me coge entre sus brazos.
—Creo
que voy a ordenar que hagan un archivo en mi despacho para cuando me vengas a
visitar, ¿qué te parece?
Suelto
una carcajada, lo beso y, olvidándome de mis culpabilidades y mis celos,
musito:
—Es
una excelente idea, señor LANZANI.
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